Wednesday, April 04, 2007

Risa y Congreso

Risa y Congreso

Son tantos los números de circo, tantas los chascos y los actos de chabacanería folclórica en el Congreso Nacional, que a un normal de a pie le ocurre, por lo general, una de dos reacciones ante algún evento típico de quienes por nosotros fueron elegidos: o se desboca de la risa, mientras susurra la frase “ay, carajo”, o se sume en una depresión que le durará toda la tarde, hasta que llegue a su casa y se encuentre con otro traspié.
Bramar a los cuatro vientos la necesidad de un Congreso independiente, que funcione no solo como auditor y piedra de toque, sino también como apoyo y respaldo del presidente, es una perogrullada. Pero si el Congreso es más tramoya que institución, probablemente haya que pensárselo dos veces. A mí me ocurre la segunda opción del ciudadano de a pie: cuando me entero de alguna chacota congresil, un paroxismo suicida se apodera de mí. No puedo, por más que intente, reír ante el espectáculo de una diputada cantando frente al resto de un cuerpo parlamentario que actúa como mosca en fruta. El arrebato, a lo Bonanza, del diputado socialcristiano que levanta el revólver en vez de levantar un manual de ciencias políticas, me produce arcadas. El juego con el sombrero de un diputado indígena, iniciado por el mismo diputado-cowboy, se me antoja repulsivo.
Por supuesto, sería falaz culpar solo al pleno del bochorno continuo en la democracia ecuatoriana. Debe haber, seguramente, tanto o más circo en otras instituciones públicas. Es solo que siempre se espera, siempre esperamos, que aquel órgano concurrente a las mañoserías de cualquier gobierno pueda brindarnos mayor asiento. Y crecer con el televisor proyectando las intimidaciones del ex diputado Nebot que amenaza con echar una micción sobre la cabeza de algún otro, mientras la artillería de ceniceros y micrófonos se pone en pie de guerra, no arrastra demasiada confianza como para poder dar por sentado que en aquel lugar se gesta y debate la idea de una prudente administración pública.
Quizá sea tiempo, pues, de repensar al Congreso. No de anularlo o suprimirlo para dar plenos poderes a quien no sabría ni gestionarlos, sino de reestructurar sus funciones. Porque seguramente le conviene más a un país tener una sesión plenaria, que una feria de miniguerras y fenómenos circenses. Y a nosotros, los ciudadanos de a pie, quizá más nos convenga decir “ay, carajo”, y echarnos a reír.

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