Tuesday, July 29, 2008

El Lugar del Gargajo: Ciudad y Desarraigo en la Obra de Roberto Bolaño

No tuvimos el arrojo de mirar a los ojos a Roberto Bolaño cuando, meses después de que murió -de la peor forma en que pueden morir los escritores, es decir, como héroes o como carne de cañón-, se levantó sobre su cuerpo ya lleno de gusanos una estatua que lo erigía como histrión de una comedia en la que nunca quiso participar. Aún más: nunca estuvo interesado en participar. No sería exagerado decir que Bolaño, a quien estas cosas le sentaban como un chiste sobre chilenos exiliados, se hubiese carcajeado hasta el coma al ver sus textos arañando las listas de los más vendidos, o diseccionados por lingüistas, canonistas o prestidigitadores de la nueva mercancía exótica que ofrecía el continente latinoamericano, que ya no vendía lluvias de flores amarillas, sino muertas cocinadas en el desierto. O al ver a su amigo Echeverría relamiéndose con los estados de resultados que arrojaban los libros editados después de que su cuerpo le diera la espalda. Como Chile. Como Latinoamérica. En fin. Tampoco es para ponerse melodramático. O estupendo, como él mismo decía.
No tuvimos el ardor, la voluntad de mirar a Bolaño –mirarlo del todo, como miran esos personajes suyos que se pierden en ciudades difuminadas por el horror y el vacío-, cuando luego de la avalancha editorial llegaron los más escépticos, apóstatas del consumo rebuscado, a decir que la obra se perdía en el eco de los charts o en la constatación de que sus libros también se vendían en supermercados. Acaso tuvimos miedo. Pero de esto no hay mucho más que decir, porque los textos de Bolaño hablan por sí solos y no requieren de empujes comerciales ni de traviesos sabelotodos del mundo indie. Por fortuna, hoy Bolaño ha descendido del catálogo de novedades y puede ser leído desde la sobriedad de la distancia que da el tiempo. Y vaya; siguen sus palabras dando de alaridos.
A mí Bolaño me interesa menos como figura principal de una generación que como el triunfo de narrar una historia individualísima. Que esta historia, la de Bolaño o la de sus personajes, se repita hasta el cansancio en Latinoamérica, es secundario por ahora. Pero la arquitectura de las palabras, que construyen imágenes de personas que se pierden en ciudades enormes donde alguna vez vivieron (“Muerte de Ulises”); que señalan la derrota incontestable que significa meterse en esto, en la literatura (“Sensini”); o que comen el poco asombro que genera acercarse al horror, a la muerte y a la violencia pura (“Nocturno de Chile”); ese arrojo irrebatible, esas ganas de hurgar hasta coger con los dientes un denario de entre la mierda, como decía Flaubert y lo cita Javier Cercas, es para mí el dispositivo que subraya la literatura de Bolaño.
Si en literatura no hay una última palabra, en la obra de Bolaño menos. Sus textos mismos pueden encargarse de desdecir lo que se ha afirmado sobre ellos. Está, ante todo, el afán de priorizar sus obras canónicas. Estoy hablando de “Los Detectives Salvajes” y de “2666”. Que si los personajes en Bolaño son así por el sesgo que dejan ver estos textos. Que si el uso espaciotemporal funciona de esta manera, éstos son los relatos que lo exponen. Pero parece más interesante sumergirse, además de lo otro, en las posibilidades de interpretación que dejaron sus novelas más cortas, sus cuentos, su poesía -menos conocida que su narrativa- o sus pequeños artículos, ensayos o reseñas.
Es en ellos, muchos publicados antes de “Los Detectives” y “2666”, donde comienza a aparecer un argumento notable, unas disposiciones escénicas oscuras, móviles y borrosas, que podrían ser trabajadas desde esto: la ciudad en Bolaño. La representación que se da del fenómeno urbano –de su morfología, sus dinámicas de interacción en la gente o del lugar que puede ocupar la ciudad en la memoria de los personajes.
Bolaño responde menos a la línea del boom que a la que intentó fundar Alberto Fuguet y su McOndo. Menos a ese McOndo profunda y paradójicamente latinoamericano que al Crack de Volpi y Padilla. Y menos al Crack de las ciudades asiáticas perdidas o las novelas históricas berlinesas, que al vacío y la unicidad de lo perdido en la experiencia personal e irrepetible, aunque ésta sea sino de una multitud errante de escritores latinoamericanos que buscan becas y mesas para charlar con Fresán, Vila-Matas o Villoro. El periplo de Bolaño, cuya vida es un derrotero que se parece mucho al viaje insufrible que realiza Arturo Belano por los países centro y sudamericanos, hasta llegar a Chile, y que lo refiere Auxilio Lacouture en “Amuleto”; el periplo de Bolaño, digo, debería dejar clara la imagen, enclavada en su memoria, de una ciudad. Se lee que “Los detectives”, por ejemplo, es la novela de la Ciudad de México, o de México mismo, como lo afirma Pedro Ángel Palou. Y la coloca al lado de “Mantra”, del propio Fresán y, sin quererlo, de “La región más transparente” de Fuentes. Probablemente esto sea un despropósito. Tanto en “Mantra” como en “La región”, y sobre todo en esta última, la ciudad es la posibilidad, aunque sea remota, de la memoria de una ciudad o de un lugar. Mientras tanto, en el caso de Bolaño, la ciudad –y esto es lo que he intentado decir desde el principio- es la imposibilidad de la memoria, el acertijo fundado en lo que no se puede recordar, acaso por infernal.
La obra literaria de Bolaño está escrita desde los márgenes, en locaciones áridas o yermas, desde donde el vacío, el horror o una enorme melancolía aparecen más tangibles. Desde los parajes apenas urbanizados, como en su cuento “Gómez Palacio”; o las microconstrucciones ambientales de las ciudades, descritas en un resort de clase media en Acapulco, en “Últimos atardeceres en la tierra”; desde el Berlín de madrugada, donde se avizoran con las bancas de un parque los esbozos de unas calles deshabitadas y el silencio de la noche en “El ojo Silva”; hasta la vida de ciudad que se percibe en “El policía de las ratas”, en donde una urbe equis se adivina en lo que ocurre en las cloacas, las alcantarillas y las ratas –que de ratas tienen lo humano- que la pueblan. De modo que, a riesgo de diluir la imagen clave, la idea de ciudad en Bolaño, y no solo en sus dos obras canónicas, está repleta de metamorfosis, de posibilidades de mutación, de ensamblajes distintos que la encuadran.
Algo sí: el anclaje de la ciudad, la posibilidad de su imagen, es la imposibilidad de ella misma. Bolaño no fija ciudades; se distancia de ellas, muerto de horror, de pena o de miedo.
Acaso sea éste un retoño del interminable follaje que, como advierte Carlos Franz, verdea los textos de Bolaño de una infinita e inexplicable tristeza. No digo que no. Puede que la ciudad sea en Bolaño irrelevante, porque en sus textos no hay ciudad, sino el asomo de un lugar poblado de gente torva y zafia o, peor aún, olvidable y prescindible. Pero si hay esto, vive, como poco, una sucesiva mención de ciudades “probables” –es decir, con esa posibilidad de memoria a la que estamos acostumbrados-. En el cuento “La nieve”, uno de los personajes, Rogelio Estrada, habla de una infancia feliz en Santiago de Chile. De una adolescencia casi feliz, repleta de cosas nimias como fumar marihuana o robar una bici. Pero el sueño se acaba. Y comienza la pesadilla: el golpe de estado obliga a Estrada a salir de Chile hacia la Unión Soviética. A partir de entonces su huella se pierde en una irregular calzada de mafia, frío, amigos que se pierden y una mujer que quiso participar en las olimpiadas, en salto alto. El cuento termina así:

Pero por las noches, sobre todo por las noches, extraño Rusia y extraño Moscú. Aquí no se está mal, pero no es lo mismo, aunque si me pidieras más precisión no sabría decirte qué es lo que echo de menos. ¿La alegría de estar vivo? No lo sé. Un día de estos voy a tomar un avión y volveré a Chile. (Bolaño, 100, 1997).

Esto lo dice el propio Estrada, en la sala de su casa ajada y vieja, la sala que conserva banderines consumidos de Colo-Colo, de La Universidad de Chile y del Santiago Morning. Para éste, la imagen del añoro es cierta; para el lector no. De las evocaciones límpidas o apacibles de un Santiago idealizado por la distancia y los años, al recuerdo de un Moscú de extrarradios, repleto de sombras en madrugada y de hielo permanente, no hay duda: el arraigo está en Chile, o al menos en la imagen construida a partir de los sucesos, o lo que dice la memoria de ellos. Y aunque Estrada quiere volver a Chile, en un día de estos, dice, extraña Rusia, y extraña Moscú, más precisamente. La silueta de la casa, o la patria, o el hogar, o esa conjunción que en alemán tiene el perfecto nombre de Heimat, se evapora. Yo digo que la nube gaseosa en que se transforma la tierra inicial es la nube espantada, contaminada de terror.
La imposibilidad de la memoria en la narrativa de Bolaño es, en términos de literatura hispanoamericana, nueva. La ciudad como infierno donde la violencia infinita descose no lo es. Podría recoger dos ejemplos, de manera arbitraria, y cotejar la idea.
En 1992 Ricardo Piglia publica “La ciudad ausente”. Que viene a ser, palabras más palabras menos, la puesta en escena más leal de una ciudad canallesca, la misma que había imaginado en sus novelas Roberto Arlt, y que responde a la particularidad de mirarse a sí misma como un dispositivo generador de conspiraciones y vomitador de muertos, de crímenes sin resolver. Tal y como en “Plata quemada”, el escritor dispara una ciudad rematada de tugurios, donde el juego convive con la herida del asesinato, la fuga y el arma. Aún así, la memoria de la ciudad permanece: Piglia la reconstruye no con el escollo del no poder pertenecer a ella, del no poder rememorarla como propia; la ciudad, que demora en ser poseída, que falta a la palabra de ser hogar, permite su reconstrucción y -a veces en la obra del propio Piglia- su rememoración, desde el trabajo de archivo, la crónica policial, la sangre en el asfalto, huella del delito. Si se piensa en Kafka desde la narrativa de Piglia, la ciudad es el fósil único de una muralla china que fue alguna vez una prisión. La muralla que contuvo criaturas asimétricas y deformes, a la manera de Bosch. Las criaturas, desde luego, somos nosotros.
De la misma manera como sucede con Bolaño, la ciudad muta, aunque en escasas ocasiones y de forma menos dramática. Podríamos colocar la ciudad de Piglia y la ciudad de Bolaño sobre la mesa. La ciudad de Piglia se mira, pese a su fetidez. La ciudad de Bolaño se esfuma. No hay intento posible de sostenerla en la mano. Piglia la recrea, infame. En Bolaño solo hay la necesidad de un olvido inmediato, erigido en la inestabilidad. O como diría Mejía Madrid sobre Villoro, en la asunción de que la única patria posible es el tránsito.
En Fernando Vallejo, del mismo modo, hay memoria. Aunque mejor dicho, lo que hay es nostalgia. Mirar a lo perdido y lo irrecuperable, que tiene forma de una época, aunque también de una ciudad, de un lugar construido desde la posta que dejó lo que vio la infancia. Esa ciudad encandilada con pesebres navideños, cuyas casitas de juguete enamoran al personaje que las evoca, dispuestos en las pequeñas viviendas campesinas al margen de la carretera, la que va de Santa Anita a Sabaneta, por ejemplo. En “La virgen de los sicarios”, el narrador, viejo y derrotado, refiere el trayecto de un lugar a otro de lo que hoy es el Medellín apestado: en su infancia, dice él, recorría a pie el tramo que le llevaba desde estas dos locaciones:

Mira Alexis, tú tienes una ventaja sobre mí y es que eres joven y yo ya me voy a morir, pero desgraciadamente para ti nunca vivirás la felicidad que yo he vivido. La felicidad no puede existir en este mundo de televisores y casetes y punkeros y rockeros y partidos de fútbol (…) Pero no me hagas caso que te estoy hablando de cosas bellas, de diciembre, de Santa Anita, de los pesebres, de Sabaneta. El pesebre de la casita que te digo era inmenso, la vista de uno se perdía entre sus mil detalles sin saber por dónde empezar, por dónde seguir, por dónde acabar. Las casitas a la orilla de la carretera en el pesebre eran como las casitas a la orilla de la carretera de Sabaneta, casitas campesinas con techitos de teja y corredor. O sea, era como si la realidad de adentro contuviera la realidad de afuera y no viceversa, que en la carretera a Sabaneta había una casita con un pesebre que tenía otra carretera a Sabaneta. Ir de una realidad a la otra era infinitamente más alucinante que cualquier sueño de basuco. El basuco entorpece el alma, no la abre a nada. El basuco empendeja. (Vallejo, 2001, 14).

Lo que aparece en Vallejo y en Piglia es una memoria de la devastación. En el caso del segundo, una devastación del pasado; en caso del primero, una devastación por un presente abyecto y un pasado idealizado. La memoria en ellos dos es arraigo. El arraigo se sostiene porque la memoria de los dos autores llama, porque les grita desde donde reside hasta donde ellos escriben su narración. Y en mucho de ambos –y en esto difieren de Bolaño-, existe también porque existe un lugar, que Piglia lo habita, aunque maldito, y otro que Vallejo lo exilia al vacío de un paraíso que fue pero lo echaron a perder. Buenos Aires, para el uno, y Medellín para el otro, son la memoria misma, la posibilidad del asidero que aparece en la evocación de un tiempo y que, a su manera, construye el ars poetica de sus respectivas literaturas. Memoria en llamas y sangre, memoria en el vacío, pero memoria al fin.
Resulta interesante, en este punto, acercarse al relato “Días de 1978”, de Roberto Bolaño. La historia es sencilla y tenebrosa. B, el personaje principal, asiste a una fiesta de exiliados chilenos en Barcelona. La fiesta es extraña: mientras B se mantiene lejano, observa cómo la celebración adquiere un carácter “familiar”: “los invitados están unidos no solamente por lazos de amistad, sino también por lazos de parentesco” (65). Ya entrada la madrugada, un hombre se encara con B e intenta una gresca. Ese hombre es U.

Aquí podría terminar la historia. B detesta a los chilenos residentes en Barcelona aunque él, irremediablemente, es un chileno residente en Barcelona. El más pobre de los chilenos residentes en Barcelona y también, probablemente, el más solitario. O eso cree él. (Bolaño, 66).

Como señala Alessandro Fornazzari, no solo el desarraigo es aquí patente: de lo que se trata más bien es de una articulación binaria de lejanía: por un lado, la de la condición misma de exiliado y, además, del desarraigo de la comunidad de exiliados. El relato continúa a través de los años en un ir y venir azaroso de encuentros con U y su pareja. Una noche, B decide ir a la casa de U. Allí se entera que éste ha intentado suicidarse ese mismo día. B está a punto de salir, pero decide quedarse. No mucho después, B está conversando con U. Le relata una película.
Entonces la narración se despliega mediante el relato minucioso del filme. Es una historia de monjes y huérfanos y soledad y campanas que repican. Cuando B termina su relato U está llorando. Un día, B se entera que U se ha ido a París. En medio del viaje, decide bajarse del tren. Se queda en un pueblo pequeño y hace dos llamadas. Luego se adentra en un bosque, donde primero desperdiga sus documentos de identidad “como si los hubiera intentado esconder” (79) y se ahorca con su propio cinturón.
Aquí la imagen del exilio en Bolaño. No solo de una ausencia física de una ciudad –que es lo que ahora interesa- ni de unos recuerdos de una ciudad; esa imagen es imposible. Toda la cimentación de una memoria que traiga un arraigo está sentada en la muerte misma; una muerte infinitamente triste y de la que es imposible deshacerse. O, lo que es lo mismo: en el horror, el vacío y la violencia. Ante esto, la única posibilidad de reinserción en el mundo es la literatura. La ciudad no existe para Bolaño. Y no porque no la nombre: en sus relatos las ciudades son innumerables. Pero son al mismo tiempo recursos de un ilimitado sinsentido, que parcialmente se cubre con la escritura, como si ella pudiese ser el testimonio del algo, la memoria que en los edificios, las calles, los trenes y los departamentos sale despavorida.
Encallar la memoria a una ciudad sería, desde Bolaño, dejarse morir en una casa a las afueras de Gerona, como aparece en “Sensini”, su relato. O como callar las mujeres martirizadas por hombres que descienden de camionetas polarizadas y que las violan y las cecinan antes de darles muerte, en Santa Teresa, en 2666. Callar y vivir en santa Teresa, o en Ciudad Juárez, o en Barcelona, o en el DF, en el café Quito, calle Bucareli. Por eso a Amalfitano se le aparecen fantasmas. Por eso la única respuesta es huir, o colgar un libro de geometría en el tendedero para que sus hojas sean columpiadas por el viento inerme que viene del norte del desierto mexicano. Si no hay memoria, al menos hay una redención ética, que habita en el acto de escribir y, desde la literatura misma, con las armas propias del lenguaje y sin despeñarse en el panfleto, recrea la memoria del caos. El horror no se retira, pero Bolaño no lo deja de ver. Lo mira atento, con ojos de búho, como muchas veces dejamos de mirar su obra nosotros, sus lectores, y después de escribirlo, se larga.
Lucas, 9:5. La imagen no puede parecerse más. Pero porque ni Bolaño ni la literatura dejan testimonio ni son enseñanza de nada, o son la negación de la enseñanza de algo, inclusive del dolor, la anécdota termina difiriendo: en este escritor no hay nación, ni pueblo ni generación, no hay, como en el evangelio, un hombre que entre en una ciudad imaginaria y hable –predique- y sea echado y deje el testimonio de la violencia y el rechazo al limpiarse los pies del polvo de esa ciudad, y luego quede la memoria de esa ciudad maldita. Hay un hombre que, como dije antes, mira. Mira sin pestañear el horror. Cuando a ese horror le es dada la hora de parir la muerte de quien lo mira, Bolaño se va. Debo repetir: aquí no hay testimonio, no hay enseñanza. Tan solo la experiencia y el dolor de un escritor que se va antes que lo maten. Se va y echa un gargajo en aquel lugar, sobre esa ciudad. Se va para hacer literatura, para encontrarse con ciudades donde crece la desmemoria, y sobre las que, con el lenguaje, hace una anti-memoria.

Soñé que tenía quince años y que iba a la casa de Nicanor Parra a despedirme. Lo encontraba de pie, apoyado en una pared negra. ¿Adonde vas, Bolaño?, decía. Lejos del Hemisferio Sur, le contestaba (…) Soñé que estaba soñando, habíamos perdido la revolución antes de hacerla y decidía volver a casa (…) Soñé que Georges Perec tenía tres años y lloraba desconsoladamente. Yo intentaba calmarlo. Lo tomaba en brazos, le compraba golosinas, libros para pintar. Luego nos íbamos al Paseo Marítimo de Nueva York y mientras él jugaba en el tobogán yo me decía a mí mismo: no sirvo para nada, pero serviré para cuidarte, nadie te hará daño, nadie intentará matarte. Después se ponía a llover y volvíamos tranquilamente a casa. ¿Pero dónde estaba nuestra casa? (Bolaño 2000, 74, 79, 94).



Bibliografía:

Bolaño, Roberto: 2666. Barcelona: Anagrama, 2006.
Bolaño, Roberto: Amuleto. Barcelona: Anagrama, 2007.
Bolaño, Roberto: Entre paréntesis. Barcelona: Anagrama, 2005.
Bolaño, Roberto: El gaucho insufrible. Barcelona: Anagrama, 2005.
Bolaño, Roberto: Llamadas telefónicas. Barcelona: Anagrama, 1997.
Bolaño, Roberto: Nocturno de Chile. Barcelona: Anagrama, 2003.
Bolaño, Roberto: Putas Asesinas. Barcelona: Anagrama, 2001.
Bolaño, Roberto: Tres. Barcelona: Acantilado, 2000.
Franz, Carlos: Una tristeza insoportable. En “Letras Libres”, Enero 2007.
Fresán, Rodrigo: Mantra. Barcelona: Mondadori, 2001.
Palou, Pedro Ángel: Ganar leyendo: Reseña de “Mantra”, de Rodrigo Fresán. En “Letras Libres”, Julio 2002.
Piglia, Ricardo: La ciudad ausente. Barcelona: Anagrama, 2003.
Vallejo, Fernando: La virgen de los sicarios. Bogotá: Alfaguara, 2004.

Monday, April 28, 2008

Hijos de Moisés

Entrevista con el Rabino de la Comunidad Judía, Alejandro Mlynski
La entrevista que se realizó y que se presenta a continuación fue hecha al Rabino Alejandro Mlynski, líder espiritual de la Comunidad Judía del Ecuador. En lo que sigue, se intentará recrear el contenido del diálogo que fue sostenido entre el entrevistador y el entrevistado. Como se podría advertir, resulta complejo –si no imposible- omitir el entorno en que ésta fue realizada y su repercusión directa para las cosas que fueron dichas –y de las que se prefirió no hablar. Aún así, se ha intentado poner la mayor cantidad de atención no solo en el Rabino como persona, sino en el conjunto de significaciones alrededor de esta persona, y la importancia que su presencia reviste para la comunidad hebraica, que lo guarda celosamente como depositario de su identidad y su poder simbólico. Es gratificante utilizar la entrevista no solo como género periodístico, sino también como una posibilidad a través de la cual se puede generar un texto que, dependiendo de su uso y valoración, puede servir como memoria y pista acerca de una época, una manera de pensar o un conjunto de personas. Una subjetividad y un aporte al conocimiento, en fin. En contraste con la etnografía, en la que el investigador debe afrontarse con el eventual error epistemológico de lidiar con la cultura como un todo –la sola palabra, como menciona Gabriel Zaid, es ya un despropósito-, y de intentar plasmarla a partir de una narración que más tiende a ser ficción –a pesar de los sendos manuales escritos para guardar el rigor o la distancia-, la entrevista es mucho más modesta, y por eso acaso más efectiva. Una persona se relaciona con otra persona, y en el diálogo presente en ese encuentro se genera la noción de una mutua transferencia de conocimiento, en la que nunca se deja atrás la subjetividad y los distintos grados de tensión entre ambas partes, sino que se incorporan y reescriben el grado de la entrevista misma. Es desde ahí que reside su mayor potencial: en el abrazo sin miramientos a la subjetividad que también recubre las ciencias sociales. La entrevista, el testimonio, la memoria, nunca termina por decir la verdad, pero fragmentariamente la reconstruye, como si ésta fuera hecha no solo del bloque del imaginario social, sino también de la suma de diversas opiniones de personas que mantienen, durante un período limitado de tiempo, una relación más o menos cercana con el entrevistador o el investigador social.


El nuevo edificio central de la comunidad judía de Quito se levantó hace alrededor de una década en un barrio apacible al norte de la ciudad, dos cuadras abajo de donde funciona el colegio Albert Einstein, dirigido y administrado por ésta. Si uno toma la vía principal –una autopista que conecta a Quito con los barrios periféricos del norte y las ciudades siguientes- el colegio Einstein aparece a un costado de ésta como una especie de fortín edificado con ladrillo visto, cercas, rejas, alambres, cámaras y puestos de vigilancia armada dispuestos alrededor de la manzana y media que ocupa. Los vehículos están estacionados de manera que su motor quede lo más lejos posible de las instalaciones; el filtro de seguridad vale igual tanto para profesores, alumnos y visitantes como para la seguridad misma que se encarga de monitorearlo y que periódicamente se releva. El circuito cerrado de cámaras abarca las amplias canchas de fútbol, el coliseo, el kindergarten, las oficinas de los docentes, el despacho académico y las áreas de tránsito. Desde luego, también las aulas. Durante la jornada de trabajo y estudios, que empieza desde cerca de las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, hay un número determinado de hombres que caminan por los edificios, pasillos, canchas y alrededor de las clases del colegio. Cuando los chicos se van, los buses que los llevan a sus casas cumplen una inspección de seguridad rutinaria, que incluye la inserción de un listón, que no es otra cosa que un complejo mecanismo de espejos y detectores de explosivos. Del mismo modo con los vehículos de los profesores, administradores o dirigentes. La entrada peatonal funciona de manera similar: después de que la autorización le es dada al guardia de seguridad desde una instancia central dentro de las instalaciones, el visitante debe pasar por la comprobación de su identidad, un cateo corporal detallado y órdenes precisas de no desviarse del punto hacia donde se dirige.
Si la descripción hecha arriba parece exagerada para un colegio, el mecanismo con que opera el edificio de la Comunidad Judía Ecuatoriana es bastante más espinoso. Ubicado dos o tres calles más abajo que el Colegio Einstein, paralelo a la avenida que va al Norte, el edificio es una construcción monumental casi toda blanca, que debe reflejar a la noche varios kilómetros a la redonda, con el juego de luces que se despiertan desde las seis de la tarde. La pequeña calle a la que se orilla el centro está erigida sobre todo por condominios acomodados y terrenos con árboles boscosos. Por lo general, en las noches de Minian o en Kabalat Shabat, guardias privados bloquean el libre acceso de la callecita y permiten solamente el tráfico de vehículos que ingresan al centro comunitario o a casas particulares. Una vez allí, el acceso particular o de vehículos es largo y, como poco, complicado. Una vez más, el cateo personal, la inspección de los vehículos y el interrogatorio. Además, cualquier persona ajena a la comunidad (trabajadores o, como en este caso, entrevistadores), no puede llevar ninguna de sus pertenencias que no sean de total indispensabilidad. En este caso, una pequeña grabadora con un micrófono, un bolígrafo y un cuaderno de notas.
Para la última vez que este extraño estuvo aquí, el ambiente luce bastante más sosegado. Los viernes por la tarde, para darle la bienvenida al Shabat, se genera un pequeño ajetreo de vehículos lujosos y hombres armados.
El auto del entrevistador no puede quedarse en la vereda inmediata a la de la Comunidad, por lo que debe esperar a dos cuadras del edificio. Esto causa un incidente con el personal de seguridad, que esta vez no parece ya local. Dos o tres hombres de acento argentino, y uno israelí, dan vueltas alrededor de un pequeño hombre, de edad mediana, que se acerca hacia quien le va a entrevistar. El incidente ha ocasionado que él salga de su oficina y se acerque a la puerta misma.

-Hola –me dice. –Soy el rabino.

En el camino hacia donde se encuentra su despacho (un trayecto mediterráneo con flores a los lados y el piso de mármol) el hombre que se presentó como el Rabino me explica que las normas de seguridad son parte de la vida de la mayoría de comunidades judías, y que son dispuestas por él mismo, por lo que el incidente no le ha causado la menor gracia. Trata de interceder por los hombres de modales toscos, advirtiendo que ellos solamente siguen órdenes.
El despacho es un edificio amplio al lado de la sinagoga, todo blanco, con un hall de recepción lo suficientemente grande como para alojar a 50 personas. La oficina personal está en el segundo piso, por lo que subimos a un ascensor espacioso, y nos dirigimos allá. Antes de salir de éste, el rabino abre una caja y estira una suerte de donut. No, más bien parece un berliner.

-¿Querés? –me pregunta.

Sabe a todos los dulces del mundo juntos. Azúcar espolvoreada, mermelada de mora y masa dulce. Nada que ver con la Leikah europeo-oriental o el strudel más bien alemán.

-Me llamo Alejandro Mlynski –me dice con una voz suave. –M-L-Y-N-S-K-I. Podés grabar, si querés, o tomar notas, me da igual. Eso sí, quiero saber qué me vas a preguntar.

No hay demasiado interés en saber la posición de la comunidad con respecto a temas cuyas opiniones pueden suscitar polémica, como el caso Israel Palestina. Mejor, la vida de la comunidad, la historia, pero sobre todo la procedencia, la formación, las ideas y las funciones que mantiene el único rabino de la Comunidad Judía del Ecuador.
Ahora sentado, Alejandro Mlynski parece aún más pequeño, delgado y frágil. Su cuerpo de seguridad ha dejado de seguirle. No mide más de 1,65 metros, tiene ya algunas señales de pelo cano, recortado cuidadosamente, los ojos claros, la piel blanca y una kipá negra sobre su cabeza. Su oficina está llena de libros en hebreo, inglés y español, muchos de ellos de fotos de Israel. Su despacho tiene dos filas de papeles organizados a cada lado. Sus manos, con uno de sus dedos portando un anillo de oro, están asentadas sobre el vidrio de la mesa.
Y comienza a hablar.

-¿Ese aparatito graba todo? ¿Con ese micrófono? Vaya…

Es notable cómo un hombre, en apariencia tan débil o vulnerable, puede ser la guía espiritual de una comunidad que, aunque se va constantemente reduciendo por la muerte de sus miembros y la tendencia a no quedarse de los más jóvenes (por lo general, como explicaría el Rabino más tarde, tienen como destinos los Estados Unidos e Israel, países a los que acuden en primer lugar con la intención de estudiar o de cumplir con el servicio militar obligatorio para los ciudadanos israelíes y moralmente ineludible para muchos estratos dentro de la comunidad hebraica, pero luego deciden quedarse), aún mantiene viva la memoria de una llegada accidentada a un país prácticamente desconocido y, en muchas aristas, “salvaje” o “primario” (Kreuter) para muchas personas desenvueltas en la primavera europea de las primeras décadas del siglo XX y en el florecimiento de sus ciudades más notables, como Berlín, Toulouse o Milán.
El Rabino Mlynski no tiene mucho tiempo de haber llegado al Ecuador. Pese a eso, conoce al detalle la dinámica de formación de la comunidad judía en este país, que en su punto más alto –alrededor de los años 50- alcanzó a tener más de 5000 miembros. Hoy en día cuenta solamente con 600 –y decreciendo. Explica que para que esta tendencia se revierta se han iniciado varias iniciativas, que ponen en contacto a jóvenes judíos de otros países con los locales, y los invitan a quedarse un tiempo en el país mediante una serie de incentivos. De hecho, hace no mucho, un miembro de la comunidad Chabad-Lubavitch se asentó en el Ecuador. Este grupo tiene como objetivo recoger algunas costumbres judías, sobre todo en el sector secular, e invitar a la gente que forma parte de él a retomarlas. Así, la tradición judía más conservadora –y en algunos casos ortodoxa y sionista- puede permanecer.
Un punto importante en este afán, indica el Rabino, es la educación. El colegio Einstein, tanto a jóvenes judíos como a no-judíos, obliga a tomar asignaturas de historia y cultura judías. Del mismo modo, por las tardes se organizan clases de hebreo desde la edad más temprana, y pequeñas células sionistas de jóvenes que recién entran en la adolescencia se organizan. Los mentores, a su vez, son chicos de mayor edad, que desde temprano empiezan ya a tomar responsabilidades en los puestos de la comunidad. En medio de todo esto, la comunidad se preocupa por organizar viajes hacia el país adonde miran –o deberían mirar- los ojos de todos los judíos: Israel. Cada verano, la comunidad intenta poner en marcha un grupo considerable de chicos que viajen a los kibbutzim o que, al menos, se integren en los varios campamentos judíos que hay en Latinoamérica, Canadá y Estados Unidos para jóvenes.
El éxito económico que han tenido muchos miembros de la comunidad ha permitido que sus hijos, después de terminar el colegio, se marchen a otros países a continuar su vida universitaria. Al respecto, el Rabino señala que muchos de ellos vuelven con parejas, si lo hacen. En ese caso, siempre es deseable, según él, que los compañeros de ellos sean también judíos.

Si no –dice el rabino, -aquí organizamos cursos de alrededor de un año para que las parejas de los chicos puedan convertirse al judaísmo.

Una de las inquietudes para cualquier persona que conoce medianamente cómo funciona el mundo judío es la de preguntarse la manera en que se organiza una comunidad pequeña para reunir a ortodoxos, seculares y conservadores, que suelen, por lo general, ser ramas bastante diversas de entender y practicar el judaísmo. Eso sin mencionar la tajante división entre sefardíes y ashkenazies, muy a menudo regidos por códigos religiosos distintos. El Rabino opina al respecto que se ha intentado hacer un conjunto de cultos lo más tolerante posible con todos los tipos de judaísmo que se practica. Explica que, como no hay una comunidad ortodoxa preponderante, salvo ciertos ancianos refugiados de la Segunda Guerra Mundial y procedentes de Europa Oriental, la tensión se maneja más bien entre judíos conservadores y menos conservadores. Así, los rituales se rigen más bien bajo una óptica más tradicional y conservadora, mientras que se han incluido actividades más innovadoras para el sector joven, como la organización de campeonatos de fútbol u otros deportes. Las chicas, por su parte, también cultivan danzas tradicionales judías.
Pese a que la comunidad puede sostener el enorme edificio que tiene por sí misma, los nexos con Israel no son pocos. Existe un contacto directo con la Embajada, además de las múltiples organizaciones de voluntarios -como la Wizo: Women´s International Zionist Organization- que mantienen todo tipo de relaciones con el país de Oriente. De hecho, en muchas de las fiestas judías, la presencia del embajador es constante y una costumbre. La comunidad, por este medio, trata también de mantener algunas iniciativas caritativas con segmentos de la población ecuatoriana no-judía. Israel ayuda al país con oportunidades de capacitación profesional o becas académicas, mientras que la comunidad suele reunir fondos para organizaciones benéficas.
Cuando habla de sí mismo, el Rabino Mlynski parece no interesarse demasiado. Descendiente de una familia de emigrantes polacos a la Argentina, Alejandro Mlynski se graduó en el Seminario Rabínico Latinoamericano "Marshall T. Meyer" y pasó algunas temporadas en Israel. Está casado y tiene dos hijas. Cuenta que el estudio en el seminario fue duro y largo, y la preparación para hacerse rabino no exenta de dificultades. Está orgulloso de manejar el hebreo fluidamente –en su despacho los libros parecen dar fe de aquello-. Dice que la fe judía más que una religión en un pacto entre Dios y el hombre, y que respeta las demás maneras de entender la religión –entre ortodoxos, seculares, jasídicos, por ejemplo-, pero que él ha optado por la manera más sana de vivir y más cercana con Dios.
Ha pasado ya un buen tiempo desde el inicio de la entrevista.

-¿Qué piensa de los territorios dados a la población palestina? –le pregunto.
-Mirá: si quieren, que se los den –me responde, lacónico.

La entrevista se acaba.


Ver:
Kreuter, María Louise: ¿Dónde queda el Ecuador? Quito, Abya-Yala, 1987.
Said, Gabriel: Los antropólogos: dueños de la cultura. En: Letras Libres. Abril 2007.

(Esta entrevista fue realizada hace dos años)

Monday, April 07, 2008

La calle como texto

La calle como texto


Manuel Delgado: Sociedades movedizas: Pasos hacia una antropología de las calles. Barcelona: Anagrama, 2007.


Michel de Certau señalaba que la calle se constituye como relato y como narración personal a través de las infinitas posibilidades de recorrido que tiene el viandante quien, con sus pasos, construye un paisaje ensamblado de observaciones, pausas, descansos, prisas, veredas transitadas y espacios dejados en blanco por su ausencia en ellos. La calle, pues, como artificio de referencia, como circuito a partir del cual se funda la posibilidad de millones de relatos posibles, de lugares y miradas desde donde verse y ver al otro.
En Sociedades movedizas (Anagrama, 2007), Manuel Delgado, antropólogo y profesor de la Universitat de Barcelona, continúa con la línea de su texto anterior, El animal público, y ciertamente con la de De Certau. La mirada de Delgado, sin embargo, abandona el amplio terreno del espacio público, metáfora y objeto de la mirada antropológica, social, literaria y política, e intenta concentrarse en los múltiples mecanismos de funcionamiento de la calle, entendida ésta siempre como un complejo contorno de significaciones, códigos y tácitos y casi imperceptibles acuerdos entre quienes la transitan y, con su presencia, la edifican.
El análisis que el autor va tejiendo en los seis ensayos que conforman Sociedades movedizas muestra a la calle como un vívido ejemplo del nerviosismo y la inestabilidad de lo urbano, aquello que, según Delgado, se
inscribe menos en habitar un espacio determinado que en un modo de ser en aquel espacio, en entramar millones de microrrelaciones con gente apenas conocida o desconocida del todo, y con un manejo particular del tiempo, que parece sincoparse con la multiplicación de personas que habitan la ciudad. La calle se presta entonces para la reflexión sobre el adentro y el afuera, lo público y lo privado, lo teatral, lo simbólico:

Tenemos por tanto que el grueso de esa vida social de y en la calle lo protagonizan personas que se conocen relativamente o que no se conocen en absoluto y que entienden que el exterior urbano es el ámbito de una existencia ajena o incluso contraria a lo que hemos visto que se presumen reductos de verdad personal y de autenticidad: el hogar y las otras reservas naturales en los que la vieja fraternidad se supone que sobrevive (128-129).

La experiencia de la ciudad, y por lo tanto de las calles, señala Delgado, es una experiencia necesariamente inestable, trémula. Al intentar planificar la vida urbana sobre el concreto diseñado, los esfuerzos de los urbanistas por solidificar una sociedad que llega a su plenitud en el movimiento mismo, son siempre vanos. La “escritura automática de lo social” (43) es la constatación de la improvisación y de lo impredecible. No es que no se puedan detectar en los pasos de las masas varios patrones o corrientes; es, más bien, que resulta invariablemente necesaria la certeza de que habrá un margen en lo planificado, una arista de comportamientos –de recorridos, en la calle- que se desborde de la media y su desviación esperada.
Delgado, afortunadamente, prescinde del rigor y el método de una sola disciplina. A la manera de Isaac Joseph, a quien evoca en su prosa y en esa virtud por indagarse sobre las mínimas reglas que logran que la calle funcione gracias a una suerte de minúsculos sobreentendidos que trabajan como un mecanismo de relojería, el autor se vale de digresiones, alusiones literarias, cinematográficas, históricas o de simples anécdotas de Barcelona, la ciudad desde donde está escrito el libro, para lograr que el conjunto de sus ensayos posean un continuum cultural vasto e imperfecto, parcial y asimétrico, que son las características más notables de la formación de la subjetividad de la disciplina de Montaigne. Todo viaje es filosófico, dice Delgado, y se remonta a Joyce y al Ulises que encuentra su historia no en el fin, en el llegar, sino en el entramado mismo de su peregrinaje a casa. Camina por París y evoca en sus calles la memoria de las películas de Resnais y Fellini. Es estupendo el fragmento en el que, para escenificar la experiencia del adentro y el afuera, el autor parte de una concepción de Arendt sobre los espacios y termina convocando un pequeño y poco leído relato de Franz Kafka, en el que se percibe el contraste de las dos atmósferas.
Allí es donde aparece el mejor Delgado: en la suma de la narración de su propio ensayo, en la intensiva construcción de su propia subjetividad, la que
es alimentada con textos de Musil y Proust, con películas de Rossellini y Bergman, y que permanece aquí como en sus otros textos El animal público; Ciudad líquida, ciudad interrumpida; o Disoluciones urbanas. Deja de estarlo, en las innecesarias repeticiones de la idea del afuera, lo público y lo urbano. Al texto le falta la organización que debería tener un solo ensayo de largo aliento, y bajo cuya forma le es presentado al lector. Las seis piezas que lo constituyen, escritas en diferentes circunstancias y tiempos, pese a haber sido editadas por el autor, generan revisiones conceptuales que se habían mencionado anteriormente o sobre las cuales se había tendido un puente teórico lo suficientemente prolongado como para retomarlo súbitamente en otro punto del libro. Atención especial merece el capítulo 8, titulado La mujer de la calle, en el que Delgado intenta poetizar la figura femenina dentro del entorno de la calle, lo urbano y la memoria. El ensayo fue escrito a fines de 2000 como parte de una invitación del Centro de Estudios de Género de la Universidad de Guadalajara, y el lector no puede evitar sentir la presencia de ciertas páginas más bien complacientes y que no aportan demasiado en el debate sobre género y ciudad. La incursión de Delgado en la discusión de género es más bien débil y cargada de frases más panfletarias que interesantes.
Aún así, Ciudades movedizas es un texto cuya lectura es, de sobra, gratificante. La posibilidad de hacer antropología de las calles, como indica Delgado, está aún por hacerse y él mismo añade la primera piedra angular a este espacio sin explorar de los estudios urbanos. La mirada nostálgica, de un pasado que, como en el epígrafe del libro, despide un aliento de la calle como el de un lugar situado en la memoria de quienes de ella se apropiaban y poco a poco observan cómo se aparta de sus formas y usos originarios, es la herramienta perfecta para el escritor que escarba en sus recuerdos los vestigios de imágenes, palabras y fotografías, y con la excusa de generar una disciplina, genera un lenguaje, una narración.

Monday, March 24, 2008

Pisar Sobre Bolívar

Pisar sobre Bolívar

Caminar solo por Caracas es empresa osada. Las probabilidades de morir atropellado por un motociclista en el paso cebra, asaltado por malosos sin guante blanco, retorcido por un calor canicular o abaleado por extremistas de cualquier bando político, seguramente suman más que el riesgo de perder apostando a un caballo de tres patas. Los edificios son torres de concreto visto sin aparente fin, en cuyas ventanas aparece el horror hecho ciudad: ropas colgando al vaivén del viento. Proliferan las ventas de frituras al aire libre, los cambistas que guiñan el ojo, los padrotes de cuello blanco y los hombres del caramelo en la mano que se esconden de madres cuidadosas. Hay lunáticos por todo lado: debajo de los puentes a desnivel de la Avenida Urdaneta, en el barrio chino del centro, en La Castellana, que quiere ser Madrid, en las enormes tiendas de Zara, Armani o Boss. Últimamente también repiten consignas políticas. Lo bueno es que no se les entiende.
Como si fuera poco, es muy probable que Bolívar se levante de su panteón y se lo trague para dentro. La ciudad está tan repleta de símbolos bolivarianos, que es un milagro no encontrarse a ellos hasta en el Edesa.
Hay avenidas enormes en Caracas. De hecho, probablemente lo único planificado en esta ciudad son las vías en donde caben automóviles de cualquier año, desde Oldsmobiles moviéndose casi de milagro, hasta Lexus de vidrios polarizados y hombres de gafas oscuras que los manejan. Es de entenderse: el galón de gasolina oscila alrededor de los diez centavos de dólar y no existe tal cosa como un control ambiental o un inventario de de vehículos privados. En Caracas todos han sido taxistas alguna vez; todos pueden serlo, si desean. Solo basta un cartón en el parabrisas que lo indique. Un taxista caraqueño tiene la receta para todo: el mal de la política y el mal de ojo. Un taxista sabe de callejuelas en las que el tráfico de las doce del día se agrieta y da paso para escabullirse entre las charcuterías, los mercadillos y las tiendas de libros piratas, que venden el Kama Sutra ilustrado y el último libro de Umberto Eco. También tiene la solución para el país y la forma más rápida de Venezuela para conquistar a una mujer. O las mejores arepas para el almuerzo por diez mil bolos, unos dos dólares y medio al precio del mercado negro.
Caracas es también una fiesta. La ciudad no se entiende si no se entiende la alegría de transgredir. Si un noruego hiciera un cálculo, seguramente oiría en Caracas en un día más bulla de lo que escuchó toda su vida. En toda la ciudad suena, si no el reggaetón, la salsa o el merengue. Y si no la música, los gritos, las risas y las sirenas. La gente se detiene para escuchar a charlatanes de feria y circo, que venden el fin del mundo y el más eficiente pelapapas. Caracas no para: los bares de la Castellana están abiertos hasta bien entrada la mañana, y en las barriadas, ubicadas en las faldas del Monte Ávila, no hay fin de semana sin reventón. Caracas también se camina con los olores de la comida venezolana: cachapas con queso derretido, arepas de carne mechada, tequeños, batidos de frutas del caribe y panchos, una especie de hot-dogs criollos. Todo se mueve allí, nada se aquieta. La gente venezolana se hace andando: antes en los parques y plazoletas, y ahora en los enormes complejos comerciales. Con guayabera, dulce de leche de cabra y el diario de la tarde bajo las efigies de Bolívar que se utilizan para todo y por todos.
Se podría pensar en una ciudad india, negra o española. En los nombres de los lugares se mira el mestizaje continuo: Petare, Baruta, Chacao, Miranda, Vargas, La Guaira. Las paradas del metro recorren la mezcla de acentos y colores que le pueden al hormigón armado. Nadie se viste de negro en Caracas; las viudas parecen olvidar más rápido.
Pero tampoco el tiempo pasa en vano. Los años de construcción febril se fueron a Valencia o a urbanizaciones satélites. En medio del calor la ciudad se descascara, como una guayaba seca. Los puentes parecen estar a punto de caerse sobre las cabezas de cientos de personas que los habitan abajo. Hay edificios derruidos, ocupados por nadie o por alcohólicos y perros sin dueño. Muchos de ellos han sido rehabilitados como casas de caridad o centros de distribución de ropa usada.
Los secretos: Caracas con sol de tarde, en la Castellana, para caminar. Los discos copiados del mejor jazz del mundo, al lado del Teatro Teresa Carreño. Esperar en la boca de la salida del metro y contar con los dedos de una mano cuántas mujeres feas uno puede encontrar. Las arepas con carne mechada y cheddar, de la calle del Sambil. El cine decadente de Capitolio. Olvidarse de Bolívar. Olvidarse de la política. Agarrar un taxi sin nombre, sin placa, con el motor casi quemado y comer pabellón con extra caraotas y tajada por diez mil bolos. Mirar los edificios y lo que hay detrás de las ropas al viento –la gente. Conseguir los libros de Daniel Alarcón. Leer la editorial local, Monte Ávila Editores. Ir a la Feria del Libro en Parque del Este. Nunca ver televisión. Nunca dejar de ir solo por un tiempo a Caracas.

Saturday, April 21, 2007

Constituciones y Constituciones

De lo que mi memoria me permite recordar, no registro en la mente otro extracto constitucional que no sea el promulgado en 1780, en la Constitución de Massachussets, y que había sido escrito cuatro años antes por Thomas Jefferson: We hold these truths to be self-evident: that all men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty, and the Pursuit of Happiness. (Me atrevo a traducirlo: "Consideramos que estas verdades son en sí mismas irrebatibles: que todos los hombres son creados como iguales, que ellos son dotados por su Creador de ciertos Derechos inalienables, entre los que están la Vida, la Libertad, y La Búsqueda de la Felicidad.)
Puede que me acuerde de él porque es el más publicitado. Pero puede también, acaso, que me acuerde de él porque es el más hermoso, o el mejor logrado. De ahí en adelante, es decir, de lo que allí ocurrió luego de la redacción de aquellas palabras con semejantes intenciones, no es mi propósito ocuparme esta vez. Lo que sí diré es que son palabras. Hermosas palabras, ciertamente. Pero nada más.
Qué ocasionará pensar a algunos ciudadanos, y a algunos gobiernos progresistas, que la redacción (con bombo y platillo) de una nueva constitución puede crear en el país un radical compromiso, en el que se tenga respeto por el Medio Ambiente y todos los seres que en él habitan; en el que se priorice la igualdad de acceso a oportunidades de buena educación, salud e información; en el que se repete a todo tipo de diversidades: étnicas, de género, de procedencia, de pensamiento. ¿Qué ocasionará pensar a todos ellos que la escritura de un nuevo conjunto de derechos y obligaciones van a traer La Catarsis y La Gran Limpia que necesita un país? Yo no tengo la menor idea del porqué, si luego de la redacción de la Constitución Venezolana -por ejemplo- ,el PDVSA y el Ejército -por ejemplo- de aquel país sigue siendo una sopa de roedores.
Probablemente esto sea falso porque no hay ni una Catarsis ni una Gran Limpia. El desarrollo jurídico, económico y político de un país difícilmente se da a empellones, acudiendo a la retórica revolucionaria de los años 60, acaso prudente, muy prudente para ese entonces, pero hoy ya caduca y no exenta de tropicalismo político, con una buena dosis de exotismo latinoamericano (de ese que le hace a Marcos disfrazarse de guerrilero-vitrina por las calles cercanas al Zócalo).
Así pues, una Constitución Flamante (con mayúsculas) no vendrá cargada de regalos democráticos para el valiente pueblo que se la jugó por redactarla. Al contrario, será sujeto de discusión, de oposiciones, y probablemente será menos efectiva de las tantas que le precedieron. Si no estoy mal, en la Constitución de un país no se ve reflejada su tendencia neoliberal ni el acceso a la libertad de la gente. Quiero decir, sí que se la dicta (o, peor aún, sentencia), pero asumir que una nación será tal o cual cosa a partir de la redacción de su Constitución es de una ingenuidad que raya en lo cómico. Si el Ecuador ha tenido un buen número de constituciones, y sigue siendo una republiqueta de hacendados intolerantes, racistas, homofóbicos, negreros, clasistas, ignorantes, usureros y, finalmente, cruel y despiadadamente corruptos, no vendrá un documento jurídico a arreglar tan penosa situación. Hasta donde sé, países como Israel o Inglaterra no tienen una. Y no son, exactamente, republiquetas de bananos.
¿Cuál es, pues, el ánimo de una Constituyente y de toda su parafernalia? Probablemente el número teatral de quien espera venir como un mesías a devolverle al país la dignidad, soberanía, honra y un gran etcétera de palabras que ya, de tan repetidas, están vacías. De recuperar el caudillismo decimonónico que tanto le gusta a la izquierda latinoamericana a través de una figura que vocifera que la patria ya volvió. Para todos, menos para el hombre a quien mandó al tarro por "gestos obscenos" y tampoco para una periodista que cometió el error de ser a sus ojos una "gordita horrorosa". Así, sin desdecir las palabras de la Constitución norteamericana, sería más conveniente dejar de lado la redacción de constituciones como deporte nacional, y dedicarse a respetar y repensar, respetándola, a la actual.

Wednesday, April 04, 2007

Pobre por un día

Pobre por un día

Asistimos a un fenómeno curioso en el periodismo de hoy en día: si las publicaciones audaces que circulan por las manos de los nuevos asalariados de Quito -gente casi informal, de leva y blue jeans- contienen fuertes dosis de aventuras en la cama, en los páramos o en ciudades remotas y nunca imaginadas anteriormente, las manos que las escriben también lo hacen. Ésta es la brillante generación de los periodistas-todoterreno. Hombres y mujeres que se baten en los arrabales, en los tugurios infames, en trabajos de feria o en paseos salvajes. Todo ello, pues, en nombre del oficio. De la crónica fresca y llamativa, alejada de la soporífera vida de diputados y cenicerazos. Del reportaje exótico, importado con nuestros ojos desde lo más lejano posible.
Atrás ha quedado el atildamiento y la reserva del periodista. Su desgracia interior ha sido borrada por un formidable optimismo, un espíritu de observador desprejuiciado, y un cuerpo maleable a cabos, trajes, celdas o muecas. Nada más lejos de Capote. Hoy en día, las mejores credenciales para el periodista ultramoderno son su experiencia de aguatero en un estadio y, a la vez, de infiltrado en un grupo de suicidas religiosos. O, como decía una revista que circula con no poco éxito en Quito, de músico noctámbulo de una banda de rock popular y de sous chef en New York.
De ellos los fascinantes relatos acerca de la peligrosa vida como basurero en una ciudad tercermundista. O, cómo no, de reo en una prisión de alta seguridad. La vida de una mujer que arrastra ocho hijos y tiene tres trabajos. El periodista-todoterreno la acompaña y sufre con ella. Come sus afrechos y lava los trastos. Todo esto por un día. “Un día como basurero”. “Un día como enjaulado”. “Un día como pobre”.
Los lectores devoran los relatos. Se empapan de una realidad lejana, comparten las desgracias y se vuelven cosmopolitas. Se sienten parte de la pequeña aldea global, tan diversa y múltiple que les resulta inabarcable. Después de todo, quién los va a acercar a los abismos de la miseria o a los oficios de circo.
Los periodistas-todoterreno, por su parte, se relamen del gusto. En su afán democrático, han dado un paso adelante al encuentro con ese otro que jamás quisiéramos ser. Un mandoble al clasismo con el que hemos sido educados en el país. Lástima que aquel mandoble más se parezca a palos de ciego.

Oposición de tarima

Oposición de Tarima

Notaba Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas, aquella extraña pérdida de individualismo que posee a las gentes que circunstancialmente se agolpan y se hacen muchedumbre. La desaparición de su unicidad, la falta de discernimiento de lo prudente y la búsqueda de una característica común, que por lo general suele devenir en patrones vulgares y llenos de peligrosos simplismos, son propios de las turbas, concentraciones, demostraciones populares o como se las quiera llamar.
Todo esto viene a cuento al observar las imágenes de la aparición del nuevo líder de la oposición, engarzado en el balcón de la ciudad cuyo poder máximo ostenta. Vaya líder, repitiendo las mismas mañas del sector a quien clama combatir, utilizando esa peligrosa retórica no exenta de excesos adjetivales, alusiones a la virilidad y caudillismo decimonónico. Probablemente no repare en el tremendo efecto que causa en las masas, ese cuerpo informe de personas que lo vitorean en su palacio. Ahora, nada de esto quiere decir que no deba haber oposición, que no se ponga a debate temas sobre la naturaleza democrática del país (si la hay, tanto da a estas alturas). El problema reside en ese eterno volver, tanto por parte del gobierno como de su “nueva oposición”, a las características primitivas y facilistas de hacer política: la manipulación de la turba, la palabra fácil y olvidadiza, y la repetitiva mención de gallardía y de sobrantes de testosterona.
En ese golpe efectista hay, pues, rezagos de mucho de lo que el sistema político ecuatoriano necesita despegarse. Los retazos de un regionalismo fanático encubierto, el culto al líder (líder de barro, que no ha probado nada en su ciudad-trinchera, por demás) y el desconocimiento confrontativo de las disposiciones de la capital. Le haría falta saber al nuevo líder que las desaprobaciones y los desacuerdos se prueban y argumentan en discusiones y debates; no en tribunas efectistas.
Entonces la historia tiende a repetirse. Porque si el diálogo y el pleno consenso no son más que utopías, es al menos su intento lo que puede llevar a un acercamiento a esa democracia a la que tanto cuesta llegar.

Risa y Congreso

Risa y Congreso

Son tantos los números de circo, tantas los chascos y los actos de chabacanería folclórica en el Congreso Nacional, que a un normal de a pie le ocurre, por lo general, una de dos reacciones ante algún evento típico de quienes por nosotros fueron elegidos: o se desboca de la risa, mientras susurra la frase “ay, carajo”, o se sume en una depresión que le durará toda la tarde, hasta que llegue a su casa y se encuentre con otro traspié.
Bramar a los cuatro vientos la necesidad de un Congreso independiente, que funcione no solo como auditor y piedra de toque, sino también como apoyo y respaldo del presidente, es una perogrullada. Pero si el Congreso es más tramoya que institución, probablemente haya que pensárselo dos veces. A mí me ocurre la segunda opción del ciudadano de a pie: cuando me entero de alguna chacota congresil, un paroxismo suicida se apodera de mí. No puedo, por más que intente, reír ante el espectáculo de una diputada cantando frente al resto de un cuerpo parlamentario que actúa como mosca en fruta. El arrebato, a lo Bonanza, del diputado socialcristiano que levanta el revólver en vez de levantar un manual de ciencias políticas, me produce arcadas. El juego con el sombrero de un diputado indígena, iniciado por el mismo diputado-cowboy, se me antoja repulsivo.
Por supuesto, sería falaz culpar solo al pleno del bochorno continuo en la democracia ecuatoriana. Debe haber, seguramente, tanto o más circo en otras instituciones públicas. Es solo que siempre se espera, siempre esperamos, que aquel órgano concurrente a las mañoserías de cualquier gobierno pueda brindarnos mayor asiento. Y crecer con el televisor proyectando las intimidaciones del ex diputado Nebot que amenaza con echar una micción sobre la cabeza de algún otro, mientras la artillería de ceniceros y micrófonos se pone en pie de guerra, no arrastra demasiada confianza como para poder dar por sentado que en aquel lugar se gesta y debate la idea de una prudente administración pública.
Quizá sea tiempo, pues, de repensar al Congreso. No de anularlo o suprimirlo para dar plenos poderes a quien no sabría ni gestionarlos, sino de reestructurar sus funciones. Porque seguramente le conviene más a un país tener una sesión plenaria, que una feria de miniguerras y fenómenos circenses. Y a nosotros, los ciudadanos de a pie, quizá más nos convenga decir “ay, carajo”, y echarnos a reír.

Friday, June 16, 2006

Los Espacios de New York

En pleno centro de Greenwich Village, justo en la esquina de West 4th y Charles Street, hay una pequeña sinagoga con su biblioteca. Me paro en frente de ella y trato de adentrarme en los detalles del edificio. No logro comprender mucho, la verdad, lleno como está de símbolos para mí indescifrables y de palabras en un alfabeto que no leo. Hay un hombre pequeño, de ropas ajadas y algo descuidado, que me mira y me pregunta qué deseo. Sus manos son blancas. Lleva una larga barba y un sombrero voluminoso. Le digo que estoy de visita en New York. Me dice algo que no comprendo y abre de par en par las pequeñas puertas de la biblioteca adjunta. En dos minutos estoy adentro de una habitación desordenada, repleta de libros, panfletos y fotografías, con algunas sillas dispersas y un aire frío, húmedo y pesado. El hombre coloca un disco y una música de mandolín empieza a sonar.
Sería elemental pensar que lo maravilloso de esta ciudad son sus tediosas atracciones turísticas, como la Estatua de la Libertad o el Empire State Building. Vacuos sitios, perfectos para turistas japoneses frenéticos en el afán de no perder un solo centímetro de imagen con sus ultramodernas cámaras fotográficas. Perfectos para decir “estuve allí, ya miré”; para la venta de baratijas y para la vista fácil.
Y en realidad estos sitios terminan pareciéndose a todos aquellos grandes centros turísticos, imaginarios derrotados en la lucha contra el ojo común, despojados de su propósito y mérito, adheridos a la fuerza a la tiranía del sightseeing. Entonces, ellos pierden su encanto. Porque, quiéranlo o no, en esa búsqueda de lo particular y lo único, del sitio-que-se-debe-ver, todas las atracciones locales dejan de ser ellas y pasan a formar parte de un juego ligero de toma y daca entre el turista y el local, entre el uno artificial y el otro más artificial. El turista cliente-el nativo exótico. Entonces, dan lo mismo Gizeh y Berlín, París y New York, Buenos Aires y Tokio. El Empire State y Montmartre, digamos.
Por suerte la ciudad no se queda allí. Y menos ésta. Porque lo maravilloso en New York son sus gentes, erradamente calificadas como arrogantes e individualistas. Las gentes y sus espacios. Esos nichos, millones de ellos, donde se puede encontrar cualquier cosa. Y que no pasan desapercibidos a los ojos de un neoyorquino, que busca, al contrario del estadounidense promedio, espacios más pequeños y discreción.
La sinagoga adonde fui está rodeada de pequeños bares y cafés. La gran mayoría de ellos agitan la bandera multicolor del orgullo gay, preparándose para el desfile que tendrá lugar el 25 de junio. Más allá he podido ver una pequeña librería, cuya mayor atracción y más dilatada sección era la de primeras ediciones. La primera edición de Traisnpotting, firmada por el mismísimo Irving Welsh, por ejemplo. No muy lejos, una tienda de accesorios de cuero negro para cualquier práctica erótica y, al lado de esta, un almacén que ofrece clásicos del arte marcial asiático.
Las veredas son más anchas en New York que en el resto de Estados Unidos. A la gente se le da por caminar, sea porque esto es más rápido que sumarse a los atascos de las horas pico, sea porque prefiere dejar de lado la horrible tara estadounidense de usar el auto para ir hasta la tienda de la esquina. Y también el transporte público que, sórdido y escalofriante como es, sí que deja un lugar para el encuentro y la cercanía, para que los ojos se miren.
Recorro paso a paso la biblioteca en donde he entrado. Unos panfletos color naranja claman por la no entrega de los territorios ocupados de Gaza. Sobre una mesa hay una caja, que contiene una bandera estadounidense doblada. El libro de las enseñanzas para ser una mujer judía, el DVD de las aventuras en un joven israelí aspirante a ser una estrella de Hollywood, una pancarta con un águila en ella, con las inscripciones AMERICAN JEWISH REPUBLICANS.
La música no deja de sonar. Al mandolín se suma un piano, y a éste un contrabajo. La melodía es sencilla e invita a seguirla. A un costado de la entrada hay una cafetera, con mermeladas kosher y té de varios sabores. Justo al frente hay, colgada, una pancarta con las letras del alfabeto hebreo. Debajo de ella, puesta contra una pila de libros, veo una cuna y algunas frazadas.
Estoy solo en aquella habitación. El hombre aparece intermitentemente, entre el recibidor y la habitación donde me ha llevado, y la calle. Vuelve y me explica: “tengo a mi nieta dormida en ese auto. No quiero dejarla sola”.
El inabarcable mestizaje neoyorquino afortunadamente no solo es visible en las letras de las leyes de no discriminación y de promoción de la igualdad. Dentro del lamentable sistema ultracapitalista norteamericano, éste se ve reflejado en el murmullo de las calles y sus mil idiomas, en ciertos barrios donde una lengua se escucha más que otra, en la presencia de una variedad desmesurada de estudios culurales en las universidades y en la puesta de almacenes de todo tipo, que ofrecen productos de todo el mundo.
Y tal vez aquí es donde se pueda percibir un atisbo triste dentro de la sociedad neoyorquina. Plural y abarcadora como es, tolerante e incluyente, la sociedad limita a todas las personas que la habitan a ceñirse a sus condiciones. Y eso está bien. Lo trágico es que éstas tengan que ser las de un sistema muchas veces despiadado y siniestro, parcialmente libre y enfocado en un ánimo paranoico por la acumulación de capital. Así, el almacén especializado en literatura gay se mueve con la misma lógica que el mercado asiático de mariscos de Canal Street. Y si no, éstos mueren.
Ahora, no es una percepción necesariamente obvia ésta. Bien se sabe que New York es el paradigma de la globalización y del libre mercado. De las enormes multinacionales y de los negocios florecientes. Sin embargo, y tras esta fachada de alegre prosperidad, la inequidad, el individualismo, el énfasis en costos bajos (léase menos atención a los empleados) y la marginación de la gente con menos dinero (son, necesariamente, fracasados, asociales, nada más vergonzoso que recibir food stamps del Estado), son constantes en la vida de esta ciudad. Por eso, New York es hermosa, brillante, cuando se tiene mucho dinero. No hace falta ir de compras a Versace o Prada. Se puede, más bien, acudir a cafés turcos, probarse nuevos diseños en el Soho, mirar cine independiente en Manhattan o comprar un libro de las obras de Klimt. Pero si no se la tiene, el escenario es brutal. Las entradas para la gran mayoría de espacios están vedadas. El sistema de protección social escasea y es malo. Las posibilidades se reducen y, así, la ciudad se vuelve pesadilla.
Una pesadilla viviente. Una realidad para miles de gentes que se arrastran en la ciudad. En los urinarios de las estaciones de metro o en las esquinas semialumbradas de los grandes almacenes de Manhattan. La plata que suena en los rascacielos del Downtown y el Upper East Side no aparece y aparecerá para ellos, eterna sarna de esta sociedad.
Las buenas noticias es que New York, aún así, es un lugar bueno. Despojado de muchas de las taras norteamericanas (el amor al vehículo, el amor al gran tamaño, el amor al actual presidente) New York no deja de ser un inmenso hervidero de opciones. De negaciones a negar. De nichos, al fin. La diversidad de ocupaciones es enorme: desde un cajero en un Starbucks hasta un alto ejecutivo de la oficina por la defensa de los derechos de los indios norteamericanos. La mezcla es fascinante: en el metro y las calles todos ellos aparecen, como si no me miraran, pero aún dispuestos a hacerlo tanto o más que cualquier persona en cualquier ciudad latinoamericana. Entonces las fronteras desaparecen. Me miro en aquel salón con libros en hebreo antiguo y en una salsoteca. Pero son, finalmente, un mismo lugar. Parte del mismo collage divisible y multiplicador.
Decido irme, entonces. El hombre pequeño termina de explicarme de quién son las notas. Y me cuenta que, al día siguiente, ellos van a presentarse en la sinagoga. Que traerán un piano bellísimo para esto. Y que, como no podía ser de otra manera, estoy invitado.
Salgo y miro a mi alrededor. Aún no sé si iré. Miro a una niña preciosa, de unos dos años, dormir en la parte posterior de un auto viejo. Aún no sé si iré. Pero me han invitado.