Oposición de tarima
Oposición de Tarima
Notaba Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas, aquella extraña pérdida de individualismo que posee a las gentes que circunstancialmente se agolpan y se hacen muchedumbre. La desaparición de su unicidad, la falta de discernimiento de lo prudente y la búsqueda de una característica común, que por lo general suele devenir en patrones vulgares y llenos de peligrosos simplismos, son propios de las turbas, concentraciones, demostraciones populares o como se las quiera llamar.
Todo esto viene a cuento al observar las imágenes de la aparición del nuevo líder de la oposición, engarzado en el balcón de la ciudad cuyo poder máximo ostenta. Vaya líder, repitiendo las mismas mañas del sector a quien clama combatir, utilizando esa peligrosa retórica no exenta de excesos adjetivales, alusiones a la virilidad y caudillismo decimonónico. Probablemente no repare en el tremendo efecto que causa en las masas, ese cuerpo informe de personas que lo vitorean en su palacio. Ahora, nada de esto quiere decir que no deba haber oposición, que no se ponga a debate temas sobre la naturaleza democrática del país (si la hay, tanto da a estas alturas). El problema reside en ese eterno volver, tanto por parte del gobierno como de su “nueva oposición”, a las características primitivas y facilistas de hacer política: la manipulación de la turba, la palabra fácil y olvidadiza, y la repetitiva mención de gallardía y de sobrantes de testosterona.
En ese golpe efectista hay, pues, rezagos de mucho de lo que el sistema político ecuatoriano necesita despegarse. Los retazos de un regionalismo fanático encubierto, el culto al líder (líder de barro, que no ha probado nada en su ciudad-trinchera, por demás) y el desconocimiento confrontativo de las disposiciones de la capital. Le haría falta saber al nuevo líder que las desaprobaciones y los desacuerdos se prueban y argumentan en discusiones y debates; no en tribunas efectistas.
Entonces la historia tiende a repetirse. Porque si el diálogo y el pleno consenso no son más que utopías, es al menos su intento lo que puede llevar a un acercamiento a esa democracia a la que tanto cuesta llegar.
Notaba Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas, aquella extraña pérdida de individualismo que posee a las gentes que circunstancialmente se agolpan y se hacen muchedumbre. La desaparición de su unicidad, la falta de discernimiento de lo prudente y la búsqueda de una característica común, que por lo general suele devenir en patrones vulgares y llenos de peligrosos simplismos, son propios de las turbas, concentraciones, demostraciones populares o como se las quiera llamar.
Todo esto viene a cuento al observar las imágenes de la aparición del nuevo líder de la oposición, engarzado en el balcón de la ciudad cuyo poder máximo ostenta. Vaya líder, repitiendo las mismas mañas del sector a quien clama combatir, utilizando esa peligrosa retórica no exenta de excesos adjetivales, alusiones a la virilidad y caudillismo decimonónico. Probablemente no repare en el tremendo efecto que causa en las masas, ese cuerpo informe de personas que lo vitorean en su palacio. Ahora, nada de esto quiere decir que no deba haber oposición, que no se ponga a debate temas sobre la naturaleza democrática del país (si la hay, tanto da a estas alturas). El problema reside en ese eterno volver, tanto por parte del gobierno como de su “nueva oposición”, a las características primitivas y facilistas de hacer política: la manipulación de la turba, la palabra fácil y olvidadiza, y la repetitiva mención de gallardía y de sobrantes de testosterona.
En ese golpe efectista hay, pues, rezagos de mucho de lo que el sistema político ecuatoriano necesita despegarse. Los retazos de un regionalismo fanático encubierto, el culto al líder (líder de barro, que no ha probado nada en su ciudad-trinchera, por demás) y el desconocimiento confrontativo de las disposiciones de la capital. Le haría falta saber al nuevo líder que las desaprobaciones y los desacuerdos se prueban y argumentan en discusiones y debates; no en tribunas efectistas.
Entonces la historia tiende a repetirse. Porque si el diálogo y el pleno consenso no son más que utopías, es al menos su intento lo que puede llevar a un acercamiento a esa democracia a la que tanto cuesta llegar.

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