La calle como texto
La calle como texto
Manuel Delgado: Sociedades movedizas: Pasos hacia una antropología de las calles. Barcelona: Anagrama, 2007.
Michel de Certau señalaba que la calle se constituye como relato y como narración personal a través de las infinitas posibilidades de recorrido que tiene el viandante quien, con sus pasos, construye un paisaje ensamblado de observaciones, pausas, descansos, prisas, veredas transitadas y espacios dejados en blanco por su ausencia en ellos. La calle, pues, como artificio de referencia, como circuito a partir del cual se funda la posibilidad de millones de relatos posibles, de lugares y miradas desde donde verse y ver al otro.
En Sociedades movedizas (Anagrama, 2007), Manuel Delgado, antropólogo y profesor de la Universitat de Barcelona, continúa con la línea de su texto anterior, El animal público, y ciertamente con la de De Certau. La mirada de Delgado, sin embargo, abandona el amplio terreno del espacio público, metáfora y objeto de la mirada antropológica, social, literaria y política, e intenta concentrarse en los múltiples mecanismos de funcionamiento de la calle, entendida ésta siempre como un complejo contorno de significaciones, códigos y tácitos y casi imperceptibles acuerdos entre quienes la transitan y, con su presencia, la edifican.
El análisis que el autor va tejiendo en los seis ensayos que conforman Sociedades movedizas muestra a la calle como un vívido ejemplo del nerviosismo y la inestabilidad de lo urbano, aquello que, según Delgado, se
inscribe menos en habitar un espacio determinado que en un modo de ser en aquel espacio, en entramar millones de microrrelaciones con gente apenas conocida o desconocida del todo, y con un manejo particular del tiempo, que parece sincoparse con la multiplicación de personas que habitan la ciudad. La calle se presta entonces para la reflexión sobre el adentro y el afuera, lo público y lo privado, lo teatral, lo simbólico:
Tenemos por tanto que el grueso de esa vida social de y en la calle lo protagonizan personas que se conocen relativamente o que no se conocen en absoluto y que entienden que el exterior urbano es el ámbito de una existencia ajena o incluso contraria a lo que hemos visto que se presumen reductos de verdad personal y de autenticidad: el hogar y las otras reservas naturales en los que la vieja fraternidad se supone que sobrevive (128-129).
La experiencia de la ciudad, y por lo tanto de las calles, señala Delgado, es una experiencia necesariamente inestable, trémula. Al intentar planificar la vida urbana sobre el concreto diseñado, los esfuerzos de los urbanistas por solidificar una sociedad que llega a su plenitud en el movimiento mismo, son siempre vanos. La “escritura automática de lo social” (43) es la constatación de la improvisación y de lo impredecible. No es que no se puedan detectar en los pasos de las masas varios patrones o corrientes; es, más bien, que resulta invariablemente necesaria la certeza de que habrá un margen en lo planificado, una arista de comportamientos –de recorridos, en la calle- que se desborde de la media y su desviación esperada.
Delgado, afortunadamente, prescinde del rigor y el método de una sola disciplina. A la manera de Isaac Joseph, a quien evoca en su prosa y en esa virtud por indagarse sobre las mínimas reglas que logran que la calle funcione gracias a una suerte de minúsculos sobreentendidos que trabajan como un mecanismo de relojería, el autor se vale de digresiones, alusiones literarias, cinematográficas, históricas o de simples anécdotas de Barcelona, la ciudad desde donde está escrito el libro, para lograr que el conjunto de sus ensayos posean un continuum cultural vasto e imperfecto, parcial y asimétrico, que son las características más notables de la formación de la subjetividad de la disciplina de Montaigne. Todo viaje es filosófico, dice Delgado, y se remonta a Joyce y al Ulises que encuentra su historia no en el fin, en el llegar, sino en el entramado mismo de su peregrinaje a casa. Camina por París y evoca en sus calles la memoria de las películas de Resnais y Fellini. Es estupendo el fragmento en el que, para escenificar la experiencia del adentro y el afuera, el autor parte de una concepción de Arendt sobre los espacios y termina convocando un pequeño y poco leído relato de Franz Kafka, en el que se percibe el contraste de las dos atmósferas.
Allí es donde aparece el mejor Delgado: en la suma de la narración de su propio ensayo, en la intensiva construcción de su propia subjetividad, la que
es alimentada con textos de Musil y Proust, con películas de Rossellini y Bergman, y que permanece aquí como en sus otros textos El animal público; Ciudad líquida, ciudad interrumpida; o Disoluciones urbanas. Deja de estarlo, en las innecesarias repeticiones de la idea del afuera, lo público y lo urbano. Al texto le falta la organización que debería tener un solo ensayo de largo aliento, y bajo cuya forma le es presentado al lector. Las seis piezas que lo constituyen, escritas en diferentes circunstancias y tiempos, pese a haber sido editadas por el autor, generan revisiones conceptuales que se habían mencionado anteriormente o sobre las cuales se había tendido un puente teórico lo suficientemente prolongado como para retomarlo súbitamente en otro punto del libro. Atención especial merece el capítulo 8, titulado La mujer de la calle, en el que Delgado intenta poetizar la figura femenina dentro del entorno de la calle, lo urbano y la memoria. El ensayo fue escrito a fines de 2000 como parte de una invitación del Centro de Estudios de Género de la Universidad de Guadalajara, y el lector no puede evitar sentir la presencia de ciertas páginas más bien complacientes y que no aportan demasiado en el debate sobre género y ciudad. La incursión de Delgado en la discusión de género es más bien débil y cargada de frases más panfletarias que interesantes.
Aún así, Ciudades movedizas es un texto cuya lectura es, de sobra, gratificante. La posibilidad de hacer antropología de las calles, como indica Delgado, está aún por hacerse y él mismo añade la primera piedra angular a este espacio sin explorar de los estudios urbanos. La mirada nostálgica, de un pasado que, como en el epígrafe del libro, despide un aliento de la calle como el de un lugar situado en la memoria de quienes de ella se apropiaban y poco a poco observan cómo se aparta de sus formas y usos originarios, es la herramienta perfecta para el escritor que escarba en sus recuerdos los vestigios de imágenes, palabras y fotografías, y con la excusa de generar una disciplina, genera un lenguaje, una narración.
Manuel Delgado: Sociedades movedizas: Pasos hacia una antropología de las calles. Barcelona: Anagrama, 2007.
Michel de Certau señalaba que la calle se constituye como relato y como narración personal a través de las infinitas posibilidades de recorrido que tiene el viandante quien, con sus pasos, construye un paisaje ensamblado de observaciones, pausas, descansos, prisas, veredas transitadas y espacios dejados en blanco por su ausencia en ellos. La calle, pues, como artificio de referencia, como circuito a partir del cual se funda la posibilidad de millones de relatos posibles, de lugares y miradas desde donde verse y ver al otro.
En Sociedades movedizas (Anagrama, 2007), Manuel Delgado, antropólogo y profesor de la Universitat de Barcelona, continúa con la línea de su texto anterior, El animal público, y ciertamente con la de De Certau. La mirada de Delgado, sin embargo, abandona el amplio terreno del espacio público, metáfora y objeto de la mirada antropológica, social, literaria y política, e intenta concentrarse en los múltiples mecanismos de funcionamiento de la calle, entendida ésta siempre como un complejo contorno de significaciones, códigos y tácitos y casi imperceptibles acuerdos entre quienes la transitan y, con su presencia, la edifican.
El análisis que el autor va tejiendo en los seis ensayos que conforman Sociedades movedizas muestra a la calle como un vívido ejemplo del nerviosismo y la inestabilidad de lo urbano, aquello que, según Delgado, se
inscribe menos en habitar un espacio determinado que en un modo de ser en aquel espacio, en entramar millones de microrrelaciones con gente apenas conocida o desconocida del todo, y con un manejo particular del tiempo, que parece sincoparse con la multiplicación de personas que habitan la ciudad. La calle se presta entonces para la reflexión sobre el adentro y el afuera, lo público y lo privado, lo teatral, lo simbólico:
Tenemos por tanto que el grueso de esa vida social de y en la calle lo protagonizan personas que se conocen relativamente o que no se conocen en absoluto y que entienden que el exterior urbano es el ámbito de una existencia ajena o incluso contraria a lo que hemos visto que se presumen reductos de verdad personal y de autenticidad: el hogar y las otras reservas naturales en los que la vieja fraternidad se supone que sobrevive (128-129).
La experiencia de la ciudad, y por lo tanto de las calles, señala Delgado, es una experiencia necesariamente inestable, trémula. Al intentar planificar la vida urbana sobre el concreto diseñado, los esfuerzos de los urbanistas por solidificar una sociedad que llega a su plenitud en el movimiento mismo, son siempre vanos. La “escritura automática de lo social” (43) es la constatación de la improvisación y de lo impredecible. No es que no se puedan detectar en los pasos de las masas varios patrones o corrientes; es, más bien, que resulta invariablemente necesaria la certeza de que habrá un margen en lo planificado, una arista de comportamientos –de recorridos, en la calle- que se desborde de la media y su desviación esperada.
Delgado, afortunadamente, prescinde del rigor y el método de una sola disciplina. A la manera de Isaac Joseph, a quien evoca en su prosa y en esa virtud por indagarse sobre las mínimas reglas que logran que la calle funcione gracias a una suerte de minúsculos sobreentendidos que trabajan como un mecanismo de relojería, el autor se vale de digresiones, alusiones literarias, cinematográficas, históricas o de simples anécdotas de Barcelona, la ciudad desde donde está escrito el libro, para lograr que el conjunto de sus ensayos posean un continuum cultural vasto e imperfecto, parcial y asimétrico, que son las características más notables de la formación de la subjetividad de la disciplina de Montaigne. Todo viaje es filosófico, dice Delgado, y se remonta a Joyce y al Ulises que encuentra su historia no en el fin, en el llegar, sino en el entramado mismo de su peregrinaje a casa. Camina por París y evoca en sus calles la memoria de las películas de Resnais y Fellini. Es estupendo el fragmento en el que, para escenificar la experiencia del adentro y el afuera, el autor parte de una concepción de Arendt sobre los espacios y termina convocando un pequeño y poco leído relato de Franz Kafka, en el que se percibe el contraste de las dos atmósferas.
Allí es donde aparece el mejor Delgado: en la suma de la narración de su propio ensayo, en la intensiva construcción de su propia subjetividad, la que
es alimentada con textos de Musil y Proust, con películas de Rossellini y Bergman, y que permanece aquí como en sus otros textos El animal público; Ciudad líquida, ciudad interrumpida; o Disoluciones urbanas. Deja de estarlo, en las innecesarias repeticiones de la idea del afuera, lo público y lo urbano. Al texto le falta la organización que debería tener un solo ensayo de largo aliento, y bajo cuya forma le es presentado al lector. Las seis piezas que lo constituyen, escritas en diferentes circunstancias y tiempos, pese a haber sido editadas por el autor, generan revisiones conceptuales que se habían mencionado anteriormente o sobre las cuales se había tendido un puente teórico lo suficientemente prolongado como para retomarlo súbitamente en otro punto del libro. Atención especial merece el capítulo 8, titulado La mujer de la calle, en el que Delgado intenta poetizar la figura femenina dentro del entorno de la calle, lo urbano y la memoria. El ensayo fue escrito a fines de 2000 como parte de una invitación del Centro de Estudios de Género de la Universidad de Guadalajara, y el lector no puede evitar sentir la presencia de ciertas páginas más bien complacientes y que no aportan demasiado en el debate sobre género y ciudad. La incursión de Delgado en la discusión de género es más bien débil y cargada de frases más panfletarias que interesantes.
Aún así, Ciudades movedizas es un texto cuya lectura es, de sobra, gratificante. La posibilidad de hacer antropología de las calles, como indica Delgado, está aún por hacerse y él mismo añade la primera piedra angular a este espacio sin explorar de los estudios urbanos. La mirada nostálgica, de un pasado que, como en el epígrafe del libro, despide un aliento de la calle como el de un lugar situado en la memoria de quienes de ella se apropiaban y poco a poco observan cómo se aparta de sus formas y usos originarios, es la herramienta perfecta para el escritor que escarba en sus recuerdos los vestigios de imágenes, palabras y fotografías, y con la excusa de generar una disciplina, genera un lenguaje, una narración.

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