Friday, June 16, 2006

Los Espacios de New York

En pleno centro de Greenwich Village, justo en la esquina de West 4th y Charles Street, hay una pequeña sinagoga con su biblioteca. Me paro en frente de ella y trato de adentrarme en los detalles del edificio. No logro comprender mucho, la verdad, lleno como está de símbolos para mí indescifrables y de palabras en un alfabeto que no leo. Hay un hombre pequeño, de ropas ajadas y algo descuidado, que me mira y me pregunta qué deseo. Sus manos son blancas. Lleva una larga barba y un sombrero voluminoso. Le digo que estoy de visita en New York. Me dice algo que no comprendo y abre de par en par las pequeñas puertas de la biblioteca adjunta. En dos minutos estoy adentro de una habitación desordenada, repleta de libros, panfletos y fotografías, con algunas sillas dispersas y un aire frío, húmedo y pesado. El hombre coloca un disco y una música de mandolín empieza a sonar.
Sería elemental pensar que lo maravilloso de esta ciudad son sus tediosas atracciones turísticas, como la Estatua de la Libertad o el Empire State Building. Vacuos sitios, perfectos para turistas japoneses frenéticos en el afán de no perder un solo centímetro de imagen con sus ultramodernas cámaras fotográficas. Perfectos para decir “estuve allí, ya miré”; para la venta de baratijas y para la vista fácil.
Y en realidad estos sitios terminan pareciéndose a todos aquellos grandes centros turísticos, imaginarios derrotados en la lucha contra el ojo común, despojados de su propósito y mérito, adheridos a la fuerza a la tiranía del sightseeing. Entonces, ellos pierden su encanto. Porque, quiéranlo o no, en esa búsqueda de lo particular y lo único, del sitio-que-se-debe-ver, todas las atracciones locales dejan de ser ellas y pasan a formar parte de un juego ligero de toma y daca entre el turista y el local, entre el uno artificial y el otro más artificial. El turista cliente-el nativo exótico. Entonces, dan lo mismo Gizeh y Berlín, París y New York, Buenos Aires y Tokio. El Empire State y Montmartre, digamos.
Por suerte la ciudad no se queda allí. Y menos ésta. Porque lo maravilloso en New York son sus gentes, erradamente calificadas como arrogantes e individualistas. Las gentes y sus espacios. Esos nichos, millones de ellos, donde se puede encontrar cualquier cosa. Y que no pasan desapercibidos a los ojos de un neoyorquino, que busca, al contrario del estadounidense promedio, espacios más pequeños y discreción.
La sinagoga adonde fui está rodeada de pequeños bares y cafés. La gran mayoría de ellos agitan la bandera multicolor del orgullo gay, preparándose para el desfile que tendrá lugar el 25 de junio. Más allá he podido ver una pequeña librería, cuya mayor atracción y más dilatada sección era la de primeras ediciones. La primera edición de Traisnpotting, firmada por el mismísimo Irving Welsh, por ejemplo. No muy lejos, una tienda de accesorios de cuero negro para cualquier práctica erótica y, al lado de esta, un almacén que ofrece clásicos del arte marcial asiático.
Las veredas son más anchas en New York que en el resto de Estados Unidos. A la gente se le da por caminar, sea porque esto es más rápido que sumarse a los atascos de las horas pico, sea porque prefiere dejar de lado la horrible tara estadounidense de usar el auto para ir hasta la tienda de la esquina. Y también el transporte público que, sórdido y escalofriante como es, sí que deja un lugar para el encuentro y la cercanía, para que los ojos se miren.
Recorro paso a paso la biblioteca en donde he entrado. Unos panfletos color naranja claman por la no entrega de los territorios ocupados de Gaza. Sobre una mesa hay una caja, que contiene una bandera estadounidense doblada. El libro de las enseñanzas para ser una mujer judía, el DVD de las aventuras en un joven israelí aspirante a ser una estrella de Hollywood, una pancarta con un águila en ella, con las inscripciones AMERICAN JEWISH REPUBLICANS.
La música no deja de sonar. Al mandolín se suma un piano, y a éste un contrabajo. La melodía es sencilla e invita a seguirla. A un costado de la entrada hay una cafetera, con mermeladas kosher y té de varios sabores. Justo al frente hay, colgada, una pancarta con las letras del alfabeto hebreo. Debajo de ella, puesta contra una pila de libros, veo una cuna y algunas frazadas.
Estoy solo en aquella habitación. El hombre aparece intermitentemente, entre el recibidor y la habitación donde me ha llevado, y la calle. Vuelve y me explica: “tengo a mi nieta dormida en ese auto. No quiero dejarla sola”.
El inabarcable mestizaje neoyorquino afortunadamente no solo es visible en las letras de las leyes de no discriminación y de promoción de la igualdad. Dentro del lamentable sistema ultracapitalista norteamericano, éste se ve reflejado en el murmullo de las calles y sus mil idiomas, en ciertos barrios donde una lengua se escucha más que otra, en la presencia de una variedad desmesurada de estudios culurales en las universidades y en la puesta de almacenes de todo tipo, que ofrecen productos de todo el mundo.
Y tal vez aquí es donde se pueda percibir un atisbo triste dentro de la sociedad neoyorquina. Plural y abarcadora como es, tolerante e incluyente, la sociedad limita a todas las personas que la habitan a ceñirse a sus condiciones. Y eso está bien. Lo trágico es que éstas tengan que ser las de un sistema muchas veces despiadado y siniestro, parcialmente libre y enfocado en un ánimo paranoico por la acumulación de capital. Así, el almacén especializado en literatura gay se mueve con la misma lógica que el mercado asiático de mariscos de Canal Street. Y si no, éstos mueren.
Ahora, no es una percepción necesariamente obvia ésta. Bien se sabe que New York es el paradigma de la globalización y del libre mercado. De las enormes multinacionales y de los negocios florecientes. Sin embargo, y tras esta fachada de alegre prosperidad, la inequidad, el individualismo, el énfasis en costos bajos (léase menos atención a los empleados) y la marginación de la gente con menos dinero (son, necesariamente, fracasados, asociales, nada más vergonzoso que recibir food stamps del Estado), son constantes en la vida de esta ciudad. Por eso, New York es hermosa, brillante, cuando se tiene mucho dinero. No hace falta ir de compras a Versace o Prada. Se puede, más bien, acudir a cafés turcos, probarse nuevos diseños en el Soho, mirar cine independiente en Manhattan o comprar un libro de las obras de Klimt. Pero si no se la tiene, el escenario es brutal. Las entradas para la gran mayoría de espacios están vedadas. El sistema de protección social escasea y es malo. Las posibilidades se reducen y, así, la ciudad se vuelve pesadilla.
Una pesadilla viviente. Una realidad para miles de gentes que se arrastran en la ciudad. En los urinarios de las estaciones de metro o en las esquinas semialumbradas de los grandes almacenes de Manhattan. La plata que suena en los rascacielos del Downtown y el Upper East Side no aparece y aparecerá para ellos, eterna sarna de esta sociedad.
Las buenas noticias es que New York, aún así, es un lugar bueno. Despojado de muchas de las taras norteamericanas (el amor al vehículo, el amor al gran tamaño, el amor al actual presidente) New York no deja de ser un inmenso hervidero de opciones. De negaciones a negar. De nichos, al fin. La diversidad de ocupaciones es enorme: desde un cajero en un Starbucks hasta un alto ejecutivo de la oficina por la defensa de los derechos de los indios norteamericanos. La mezcla es fascinante: en el metro y las calles todos ellos aparecen, como si no me miraran, pero aún dispuestos a hacerlo tanto o más que cualquier persona en cualquier ciudad latinoamericana. Entonces las fronteras desaparecen. Me miro en aquel salón con libros en hebreo antiguo y en una salsoteca. Pero son, finalmente, un mismo lugar. Parte del mismo collage divisible y multiplicador.
Decido irme, entonces. El hombre pequeño termina de explicarme de quién son las notas. Y me cuenta que, al día siguiente, ellos van a presentarse en la sinagoga. Que traerán un piano bellísimo para esto. Y que, como no podía ser de otra manera, estoy invitado.
Salgo y miro a mi alrededor. Aún no sé si iré. Miro a una niña preciosa, de unos dos años, dormir en la parte posterior de un auto viejo. Aún no sé si iré. Pero me han invitado.