Saturday, April 21, 2007

Constituciones y Constituciones

De lo que mi memoria me permite recordar, no registro en la mente otro extracto constitucional que no sea el promulgado en 1780, en la Constitución de Massachussets, y que había sido escrito cuatro años antes por Thomas Jefferson: We hold these truths to be self-evident: that all men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty, and the Pursuit of Happiness. (Me atrevo a traducirlo: "Consideramos que estas verdades son en sí mismas irrebatibles: que todos los hombres son creados como iguales, que ellos son dotados por su Creador de ciertos Derechos inalienables, entre los que están la Vida, la Libertad, y La Búsqueda de la Felicidad.)
Puede que me acuerde de él porque es el más publicitado. Pero puede también, acaso, que me acuerde de él porque es el más hermoso, o el mejor logrado. De ahí en adelante, es decir, de lo que allí ocurrió luego de la redacción de aquellas palabras con semejantes intenciones, no es mi propósito ocuparme esta vez. Lo que sí diré es que son palabras. Hermosas palabras, ciertamente. Pero nada más.
Qué ocasionará pensar a algunos ciudadanos, y a algunos gobiernos progresistas, que la redacción (con bombo y platillo) de una nueva constitución puede crear en el país un radical compromiso, en el que se tenga respeto por el Medio Ambiente y todos los seres que en él habitan; en el que se priorice la igualdad de acceso a oportunidades de buena educación, salud e información; en el que se repete a todo tipo de diversidades: étnicas, de género, de procedencia, de pensamiento. ¿Qué ocasionará pensar a todos ellos que la escritura de un nuevo conjunto de derechos y obligaciones van a traer La Catarsis y La Gran Limpia que necesita un país? Yo no tengo la menor idea del porqué, si luego de la redacción de la Constitución Venezolana -por ejemplo- ,el PDVSA y el Ejército -por ejemplo- de aquel país sigue siendo una sopa de roedores.
Probablemente esto sea falso porque no hay ni una Catarsis ni una Gran Limpia. El desarrollo jurídico, económico y político de un país difícilmente se da a empellones, acudiendo a la retórica revolucionaria de los años 60, acaso prudente, muy prudente para ese entonces, pero hoy ya caduca y no exenta de tropicalismo político, con una buena dosis de exotismo latinoamericano (de ese que le hace a Marcos disfrazarse de guerrilero-vitrina por las calles cercanas al Zócalo).
Así pues, una Constitución Flamante (con mayúsculas) no vendrá cargada de regalos democráticos para el valiente pueblo que se la jugó por redactarla. Al contrario, será sujeto de discusión, de oposiciones, y probablemente será menos efectiva de las tantas que le precedieron. Si no estoy mal, en la Constitución de un país no se ve reflejada su tendencia neoliberal ni el acceso a la libertad de la gente. Quiero decir, sí que se la dicta (o, peor aún, sentencia), pero asumir que una nación será tal o cual cosa a partir de la redacción de su Constitución es de una ingenuidad que raya en lo cómico. Si el Ecuador ha tenido un buen número de constituciones, y sigue siendo una republiqueta de hacendados intolerantes, racistas, homofóbicos, negreros, clasistas, ignorantes, usureros y, finalmente, cruel y despiadadamente corruptos, no vendrá un documento jurídico a arreglar tan penosa situación. Hasta donde sé, países como Israel o Inglaterra no tienen una. Y no son, exactamente, republiquetas de bananos.
¿Cuál es, pues, el ánimo de una Constituyente y de toda su parafernalia? Probablemente el número teatral de quien espera venir como un mesías a devolverle al país la dignidad, soberanía, honra y un gran etcétera de palabras que ya, de tan repetidas, están vacías. De recuperar el caudillismo decimonónico que tanto le gusta a la izquierda latinoamericana a través de una figura que vocifera que la patria ya volvió. Para todos, menos para el hombre a quien mandó al tarro por "gestos obscenos" y tampoco para una periodista que cometió el error de ser a sus ojos una "gordita horrorosa". Así, sin desdecir las palabras de la Constitución norteamericana, sería más conveniente dejar de lado la redacción de constituciones como deporte nacional, y dedicarse a respetar y repensar, respetándola, a la actual.

Wednesday, April 04, 2007

Pobre por un día

Pobre por un día

Asistimos a un fenómeno curioso en el periodismo de hoy en día: si las publicaciones audaces que circulan por las manos de los nuevos asalariados de Quito -gente casi informal, de leva y blue jeans- contienen fuertes dosis de aventuras en la cama, en los páramos o en ciudades remotas y nunca imaginadas anteriormente, las manos que las escriben también lo hacen. Ésta es la brillante generación de los periodistas-todoterreno. Hombres y mujeres que se baten en los arrabales, en los tugurios infames, en trabajos de feria o en paseos salvajes. Todo ello, pues, en nombre del oficio. De la crónica fresca y llamativa, alejada de la soporífera vida de diputados y cenicerazos. Del reportaje exótico, importado con nuestros ojos desde lo más lejano posible.
Atrás ha quedado el atildamiento y la reserva del periodista. Su desgracia interior ha sido borrada por un formidable optimismo, un espíritu de observador desprejuiciado, y un cuerpo maleable a cabos, trajes, celdas o muecas. Nada más lejos de Capote. Hoy en día, las mejores credenciales para el periodista ultramoderno son su experiencia de aguatero en un estadio y, a la vez, de infiltrado en un grupo de suicidas religiosos. O, como decía una revista que circula con no poco éxito en Quito, de músico noctámbulo de una banda de rock popular y de sous chef en New York.
De ellos los fascinantes relatos acerca de la peligrosa vida como basurero en una ciudad tercermundista. O, cómo no, de reo en una prisión de alta seguridad. La vida de una mujer que arrastra ocho hijos y tiene tres trabajos. El periodista-todoterreno la acompaña y sufre con ella. Come sus afrechos y lava los trastos. Todo esto por un día. “Un día como basurero”. “Un día como enjaulado”. “Un día como pobre”.
Los lectores devoran los relatos. Se empapan de una realidad lejana, comparten las desgracias y se vuelven cosmopolitas. Se sienten parte de la pequeña aldea global, tan diversa y múltiple que les resulta inabarcable. Después de todo, quién los va a acercar a los abismos de la miseria o a los oficios de circo.
Los periodistas-todoterreno, por su parte, se relamen del gusto. En su afán democrático, han dado un paso adelante al encuentro con ese otro que jamás quisiéramos ser. Un mandoble al clasismo con el que hemos sido educados en el país. Lástima que aquel mandoble más se parezca a palos de ciego.

Oposición de tarima

Oposición de Tarima

Notaba Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas, aquella extraña pérdida de individualismo que posee a las gentes que circunstancialmente se agolpan y se hacen muchedumbre. La desaparición de su unicidad, la falta de discernimiento de lo prudente y la búsqueda de una característica común, que por lo general suele devenir en patrones vulgares y llenos de peligrosos simplismos, son propios de las turbas, concentraciones, demostraciones populares o como se las quiera llamar.
Todo esto viene a cuento al observar las imágenes de la aparición del nuevo líder de la oposición, engarzado en el balcón de la ciudad cuyo poder máximo ostenta. Vaya líder, repitiendo las mismas mañas del sector a quien clama combatir, utilizando esa peligrosa retórica no exenta de excesos adjetivales, alusiones a la virilidad y caudillismo decimonónico. Probablemente no repare en el tremendo efecto que causa en las masas, ese cuerpo informe de personas que lo vitorean en su palacio. Ahora, nada de esto quiere decir que no deba haber oposición, que no se ponga a debate temas sobre la naturaleza democrática del país (si la hay, tanto da a estas alturas). El problema reside en ese eterno volver, tanto por parte del gobierno como de su “nueva oposición”, a las características primitivas y facilistas de hacer política: la manipulación de la turba, la palabra fácil y olvidadiza, y la repetitiva mención de gallardía y de sobrantes de testosterona.
En ese golpe efectista hay, pues, rezagos de mucho de lo que el sistema político ecuatoriano necesita despegarse. Los retazos de un regionalismo fanático encubierto, el culto al líder (líder de barro, que no ha probado nada en su ciudad-trinchera, por demás) y el desconocimiento confrontativo de las disposiciones de la capital. Le haría falta saber al nuevo líder que las desaprobaciones y los desacuerdos se prueban y argumentan en discusiones y debates; no en tribunas efectistas.
Entonces la historia tiende a repetirse. Porque si el diálogo y el pleno consenso no son más que utopías, es al menos su intento lo que puede llevar a un acercamiento a esa democracia a la que tanto cuesta llegar.

Risa y Congreso

Risa y Congreso

Son tantos los números de circo, tantas los chascos y los actos de chabacanería folclórica en el Congreso Nacional, que a un normal de a pie le ocurre, por lo general, una de dos reacciones ante algún evento típico de quienes por nosotros fueron elegidos: o se desboca de la risa, mientras susurra la frase “ay, carajo”, o se sume en una depresión que le durará toda la tarde, hasta que llegue a su casa y se encuentre con otro traspié.
Bramar a los cuatro vientos la necesidad de un Congreso independiente, que funcione no solo como auditor y piedra de toque, sino también como apoyo y respaldo del presidente, es una perogrullada. Pero si el Congreso es más tramoya que institución, probablemente haya que pensárselo dos veces. A mí me ocurre la segunda opción del ciudadano de a pie: cuando me entero de alguna chacota congresil, un paroxismo suicida se apodera de mí. No puedo, por más que intente, reír ante el espectáculo de una diputada cantando frente al resto de un cuerpo parlamentario que actúa como mosca en fruta. El arrebato, a lo Bonanza, del diputado socialcristiano que levanta el revólver en vez de levantar un manual de ciencias políticas, me produce arcadas. El juego con el sombrero de un diputado indígena, iniciado por el mismo diputado-cowboy, se me antoja repulsivo.
Por supuesto, sería falaz culpar solo al pleno del bochorno continuo en la democracia ecuatoriana. Debe haber, seguramente, tanto o más circo en otras instituciones públicas. Es solo que siempre se espera, siempre esperamos, que aquel órgano concurrente a las mañoserías de cualquier gobierno pueda brindarnos mayor asiento. Y crecer con el televisor proyectando las intimidaciones del ex diputado Nebot que amenaza con echar una micción sobre la cabeza de algún otro, mientras la artillería de ceniceros y micrófonos se pone en pie de guerra, no arrastra demasiada confianza como para poder dar por sentado que en aquel lugar se gesta y debate la idea de una prudente administración pública.
Quizá sea tiempo, pues, de repensar al Congreso. No de anularlo o suprimirlo para dar plenos poderes a quien no sabría ni gestionarlos, sino de reestructurar sus funciones. Porque seguramente le conviene más a un país tener una sesión plenaria, que una feria de miniguerras y fenómenos circenses. Y a nosotros, los ciudadanos de a pie, quizá más nos convenga decir “ay, carajo”, y echarnos a reír.