Monday, March 24, 2008

Pisar Sobre Bolívar

Pisar sobre Bolívar

Caminar solo por Caracas es empresa osada. Las probabilidades de morir atropellado por un motociclista en el paso cebra, asaltado por malosos sin guante blanco, retorcido por un calor canicular o abaleado por extremistas de cualquier bando político, seguramente suman más que el riesgo de perder apostando a un caballo de tres patas. Los edificios son torres de concreto visto sin aparente fin, en cuyas ventanas aparece el horror hecho ciudad: ropas colgando al vaivén del viento. Proliferan las ventas de frituras al aire libre, los cambistas que guiñan el ojo, los padrotes de cuello blanco y los hombres del caramelo en la mano que se esconden de madres cuidadosas. Hay lunáticos por todo lado: debajo de los puentes a desnivel de la Avenida Urdaneta, en el barrio chino del centro, en La Castellana, que quiere ser Madrid, en las enormes tiendas de Zara, Armani o Boss. Últimamente también repiten consignas políticas. Lo bueno es que no se les entiende.
Como si fuera poco, es muy probable que Bolívar se levante de su panteón y se lo trague para dentro. La ciudad está tan repleta de símbolos bolivarianos, que es un milagro no encontrarse a ellos hasta en el Edesa.
Hay avenidas enormes en Caracas. De hecho, probablemente lo único planificado en esta ciudad son las vías en donde caben automóviles de cualquier año, desde Oldsmobiles moviéndose casi de milagro, hasta Lexus de vidrios polarizados y hombres de gafas oscuras que los manejan. Es de entenderse: el galón de gasolina oscila alrededor de los diez centavos de dólar y no existe tal cosa como un control ambiental o un inventario de de vehículos privados. En Caracas todos han sido taxistas alguna vez; todos pueden serlo, si desean. Solo basta un cartón en el parabrisas que lo indique. Un taxista caraqueño tiene la receta para todo: el mal de la política y el mal de ojo. Un taxista sabe de callejuelas en las que el tráfico de las doce del día se agrieta y da paso para escabullirse entre las charcuterías, los mercadillos y las tiendas de libros piratas, que venden el Kama Sutra ilustrado y el último libro de Umberto Eco. También tiene la solución para el país y la forma más rápida de Venezuela para conquistar a una mujer. O las mejores arepas para el almuerzo por diez mil bolos, unos dos dólares y medio al precio del mercado negro.
Caracas es también una fiesta. La ciudad no se entiende si no se entiende la alegría de transgredir. Si un noruego hiciera un cálculo, seguramente oiría en Caracas en un día más bulla de lo que escuchó toda su vida. En toda la ciudad suena, si no el reggaetón, la salsa o el merengue. Y si no la música, los gritos, las risas y las sirenas. La gente se detiene para escuchar a charlatanes de feria y circo, que venden el fin del mundo y el más eficiente pelapapas. Caracas no para: los bares de la Castellana están abiertos hasta bien entrada la mañana, y en las barriadas, ubicadas en las faldas del Monte Ávila, no hay fin de semana sin reventón. Caracas también se camina con los olores de la comida venezolana: cachapas con queso derretido, arepas de carne mechada, tequeños, batidos de frutas del caribe y panchos, una especie de hot-dogs criollos. Todo se mueve allí, nada se aquieta. La gente venezolana se hace andando: antes en los parques y plazoletas, y ahora en los enormes complejos comerciales. Con guayabera, dulce de leche de cabra y el diario de la tarde bajo las efigies de Bolívar que se utilizan para todo y por todos.
Se podría pensar en una ciudad india, negra o española. En los nombres de los lugares se mira el mestizaje continuo: Petare, Baruta, Chacao, Miranda, Vargas, La Guaira. Las paradas del metro recorren la mezcla de acentos y colores que le pueden al hormigón armado. Nadie se viste de negro en Caracas; las viudas parecen olvidar más rápido.
Pero tampoco el tiempo pasa en vano. Los años de construcción febril se fueron a Valencia o a urbanizaciones satélites. En medio del calor la ciudad se descascara, como una guayaba seca. Los puentes parecen estar a punto de caerse sobre las cabezas de cientos de personas que los habitan abajo. Hay edificios derruidos, ocupados por nadie o por alcohólicos y perros sin dueño. Muchos de ellos han sido rehabilitados como casas de caridad o centros de distribución de ropa usada.
Los secretos: Caracas con sol de tarde, en la Castellana, para caminar. Los discos copiados del mejor jazz del mundo, al lado del Teatro Teresa Carreño. Esperar en la boca de la salida del metro y contar con los dedos de una mano cuántas mujeres feas uno puede encontrar. Las arepas con carne mechada y cheddar, de la calle del Sambil. El cine decadente de Capitolio. Olvidarse de Bolívar. Olvidarse de la política. Agarrar un taxi sin nombre, sin placa, con el motor casi quemado y comer pabellón con extra caraotas y tajada por diez mil bolos. Mirar los edificios y lo que hay detrás de las ropas al viento –la gente. Conseguir los libros de Daniel Alarcón. Leer la editorial local, Monte Ávila Editores. Ir a la Feria del Libro en Parque del Este. Nunca ver televisión. Nunca dejar de ir solo por un tiempo a Caracas.