Hijos de Moisés
Entrevista con el Rabino de la Comunidad Judía, Alejandro Mlynski
La entrevista que se realizó y que se presenta a continuación fue hecha al Rabino Alejandro Mlynski, líder espiritual de la Comunidad Judía del Ecuador. En lo que sigue, se intentará recrear el contenido del diálogo que fue sostenido entre el entrevistador y el entrevistado. Como se podría advertir, resulta complejo –si no imposible- omitir el entorno en que ésta fue realizada y su repercusión directa para las cosas que fueron dichas –y de las que se prefirió no hablar. Aún así, se ha intentado poner la mayor cantidad de atención no solo en el Rabino como persona, sino en el conjunto de significaciones alrededor de esta persona, y la importancia que su presencia reviste para la comunidad hebraica, que lo guarda celosamente como depositario de su identidad y su poder simbólico. Es gratificante utilizar la entrevista no solo como género periodístico, sino también como una posibilidad a través de la cual se puede generar un texto que, dependiendo de su uso y valoración, puede servir como memoria y pista acerca de una época, una manera de pensar o un conjunto de personas. Una subjetividad y un aporte al conocimiento, en fin. En contraste con la etnografía, en la que el investigador debe afrontarse con el eventual error epistemológico de lidiar con la cultura como un todo –la sola palabra, como menciona Gabriel Zaid, es ya un despropósito-, y de intentar plasmarla a partir de una narración que más tiende a ser ficción –a pesar de los sendos manuales escritos para guardar el rigor o la distancia-, la entrevista es mucho más modesta, y por eso acaso más efectiva. Una persona se relaciona con otra persona, y en el diálogo presente en ese encuentro se genera la noción de una mutua transferencia de conocimiento, en la que nunca se deja atrás la subjetividad y los distintos grados de tensión entre ambas partes, sino que se incorporan y reescriben el grado de la entrevista misma. Es desde ahí que reside su mayor potencial: en el abrazo sin miramientos a la subjetividad que también recubre las ciencias sociales. La entrevista, el testimonio, la memoria, nunca termina por decir la verdad, pero fragmentariamente la reconstruye, como si ésta fuera hecha no solo del bloque del imaginario social, sino también de la suma de diversas opiniones de personas que mantienen, durante un período limitado de tiempo, una relación más o menos cercana con el entrevistador o el investigador social.
El nuevo edificio central de la comunidad judía de Quito se levantó hace alrededor de una década en un barrio apacible al norte de la ciudad, dos cuadras abajo de donde funciona el colegio Albert Einstein, dirigido y administrado por ésta. Si uno toma la vía principal –una autopista que conecta a Quito con los barrios periféricos del norte y las ciudades siguientes- el colegio Einstein aparece a un costado de ésta como una especie de fortín edificado con ladrillo visto, cercas, rejas, alambres, cámaras y puestos de vigilancia armada dispuestos alrededor de la manzana y media que ocupa. Los vehículos están estacionados de manera que su motor quede lo más lejos posible de las instalaciones; el filtro de seguridad vale igual tanto para profesores, alumnos y visitantes como para la seguridad misma que se encarga de monitorearlo y que periódicamente se releva. El circuito cerrado de cámaras abarca las amplias canchas de fútbol, el coliseo, el kindergarten, las oficinas de los docentes, el despacho académico y las áreas de tránsito. Desde luego, también las aulas. Durante la jornada de trabajo y estudios, que empieza desde cerca de las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, hay un número determinado de hombres que caminan por los edificios, pasillos, canchas y alrededor de las clases del colegio. Cuando los chicos se van, los buses que los llevan a sus casas cumplen una inspección de seguridad rutinaria, que incluye la inserción de un listón, que no es otra cosa que un complejo mecanismo de espejos y detectores de explosivos. Del mismo modo con los vehículos de los profesores, administradores o dirigentes. La entrada peatonal funciona de manera similar: después de que la autorización le es dada al guardia de seguridad desde una instancia central dentro de las instalaciones, el visitante debe pasar por la comprobación de su identidad, un cateo corporal detallado y órdenes precisas de no desviarse del punto hacia donde se dirige.
Si la descripción hecha arriba parece exagerada para un colegio, el mecanismo con que opera el edificio de la Comunidad Judía Ecuatoriana es bastante más espinoso. Ubicado dos o tres calles más abajo que el Colegio Einstein, paralelo a la avenida que va al Norte, el edificio es una construcción monumental casi toda blanca, que debe reflejar a la noche varios kilómetros a la redonda, con el juego de luces que se despiertan desde las seis de la tarde. La pequeña calle a la que se orilla el centro está erigida sobre todo por condominios acomodados y terrenos con árboles boscosos. Por lo general, en las noches de Minian o en Kabalat Shabat, guardias privados bloquean el libre acceso de la callecita y permiten solamente el tráfico de vehículos que ingresan al centro comunitario o a casas particulares. Una vez allí, el acceso particular o de vehículos es largo y, como poco, complicado. Una vez más, el cateo personal, la inspección de los vehículos y el interrogatorio. Además, cualquier persona ajena a la comunidad (trabajadores o, como en este caso, entrevistadores), no puede llevar ninguna de sus pertenencias que no sean de total indispensabilidad. En este caso, una pequeña grabadora con un micrófono, un bolígrafo y un cuaderno de notas.
Para la última vez que este extraño estuvo aquí, el ambiente luce bastante más sosegado. Los viernes por la tarde, para darle la bienvenida al Shabat, se genera un pequeño ajetreo de vehículos lujosos y hombres armados.
El auto del entrevistador no puede quedarse en la vereda inmediata a la de la Comunidad, por lo que debe esperar a dos cuadras del edificio. Esto causa un incidente con el personal de seguridad, que esta vez no parece ya local. Dos o tres hombres de acento argentino, y uno israelí, dan vueltas alrededor de un pequeño hombre, de edad mediana, que se acerca hacia quien le va a entrevistar. El incidente ha ocasionado que él salga de su oficina y se acerque a la puerta misma.
-Hola –me dice. –Soy el rabino.
En el camino hacia donde se encuentra su despacho (un trayecto mediterráneo con flores a los lados y el piso de mármol) el hombre que se presentó como el Rabino me explica que las normas de seguridad son parte de la vida de la mayoría de comunidades judías, y que son dispuestas por él mismo, por lo que el incidente no le ha causado la menor gracia. Trata de interceder por los hombres de modales toscos, advirtiendo que ellos solamente siguen órdenes.
El despacho es un edificio amplio al lado de la sinagoga, todo blanco, con un hall de recepción lo suficientemente grande como para alojar a 50 personas. La oficina personal está en el segundo piso, por lo que subimos a un ascensor espacioso, y nos dirigimos allá. Antes de salir de éste, el rabino abre una caja y estira una suerte de donut. No, más bien parece un berliner.
-¿Querés? –me pregunta.
Sabe a todos los dulces del mundo juntos. Azúcar espolvoreada, mermelada de mora y masa dulce. Nada que ver con la Leikah europeo-oriental o el strudel más bien alemán.
-Me llamo Alejandro Mlynski –me dice con una voz suave. –M-L-Y-N-S-K-I. Podés grabar, si querés, o tomar notas, me da igual. Eso sí, quiero saber qué me vas a preguntar.
No hay demasiado interés en saber la posición de la comunidad con respecto a temas cuyas opiniones pueden suscitar polémica, como el caso Israel Palestina. Mejor, la vida de la comunidad, la historia, pero sobre todo la procedencia, la formación, las ideas y las funciones que mantiene el único rabino de la Comunidad Judía del Ecuador.
Ahora sentado, Alejandro Mlynski parece aún más pequeño, delgado y frágil. Su cuerpo de seguridad ha dejado de seguirle. No mide más de 1,65 metros, tiene ya algunas señales de pelo cano, recortado cuidadosamente, los ojos claros, la piel blanca y una kipá negra sobre su cabeza. Su oficina está llena de libros en hebreo, inglés y español, muchos de ellos de fotos de Israel. Su despacho tiene dos filas de papeles organizados a cada lado. Sus manos, con uno de sus dedos portando un anillo de oro, están asentadas sobre el vidrio de la mesa.
Y comienza a hablar.
-¿Ese aparatito graba todo? ¿Con ese micrófono? Vaya…
Es notable cómo un hombre, en apariencia tan débil o vulnerable, puede ser la guía espiritual de una comunidad que, aunque se va constantemente reduciendo por la muerte de sus miembros y la tendencia a no quedarse de los más jóvenes (por lo general, como explicaría el Rabino más tarde, tienen como destinos los Estados Unidos e Israel, países a los que acuden en primer lugar con la intención de estudiar o de cumplir con el servicio militar obligatorio para los ciudadanos israelíes y moralmente ineludible para muchos estratos dentro de la comunidad hebraica, pero luego deciden quedarse), aún mantiene viva la memoria de una llegada accidentada a un país prácticamente desconocido y, en muchas aristas, “salvaje” o “primario” (Kreuter) para muchas personas desenvueltas en la primavera europea de las primeras décadas del siglo XX y en el florecimiento de sus ciudades más notables, como Berlín, Toulouse o Milán.
El Rabino Mlynski no tiene mucho tiempo de haber llegado al Ecuador. Pese a eso, conoce al detalle la dinámica de formación de la comunidad judía en este país, que en su punto más alto –alrededor de los años 50- alcanzó a tener más de 5000 miembros. Hoy en día cuenta solamente con 600 –y decreciendo. Explica que para que esta tendencia se revierta se han iniciado varias iniciativas, que ponen en contacto a jóvenes judíos de otros países con los locales, y los invitan a quedarse un tiempo en el país mediante una serie de incentivos. De hecho, hace no mucho, un miembro de la comunidad Chabad-Lubavitch se asentó en el Ecuador. Este grupo tiene como objetivo recoger algunas costumbres judías, sobre todo en el sector secular, e invitar a la gente que forma parte de él a retomarlas. Así, la tradición judía más conservadora –y en algunos casos ortodoxa y sionista- puede permanecer.
Un punto importante en este afán, indica el Rabino, es la educación. El colegio Einstein, tanto a jóvenes judíos como a no-judíos, obliga a tomar asignaturas de historia y cultura judías. Del mismo modo, por las tardes se organizan clases de hebreo desde la edad más temprana, y pequeñas células sionistas de jóvenes que recién entran en la adolescencia se organizan. Los mentores, a su vez, son chicos de mayor edad, que desde temprano empiezan ya a tomar responsabilidades en los puestos de la comunidad. En medio de todo esto, la comunidad se preocupa por organizar viajes hacia el país adonde miran –o deberían mirar- los ojos de todos los judíos: Israel. Cada verano, la comunidad intenta poner en marcha un grupo considerable de chicos que viajen a los kibbutzim o que, al menos, se integren en los varios campamentos judíos que hay en Latinoamérica, Canadá y Estados Unidos para jóvenes.
El éxito económico que han tenido muchos miembros de la comunidad ha permitido que sus hijos, después de terminar el colegio, se marchen a otros países a continuar su vida universitaria. Al respecto, el Rabino señala que muchos de ellos vuelven con parejas, si lo hacen. En ese caso, siempre es deseable, según él, que los compañeros de ellos sean también judíos.
Si no –dice el rabino, -aquí organizamos cursos de alrededor de un año para que las parejas de los chicos puedan convertirse al judaísmo.
Una de las inquietudes para cualquier persona que conoce medianamente cómo funciona el mundo judío es la de preguntarse la manera en que se organiza una comunidad pequeña para reunir a ortodoxos, seculares y conservadores, que suelen, por lo general, ser ramas bastante diversas de entender y practicar el judaísmo. Eso sin mencionar la tajante división entre sefardíes y ashkenazies, muy a menudo regidos por códigos religiosos distintos. El Rabino opina al respecto que se ha intentado hacer un conjunto de cultos lo más tolerante posible con todos los tipos de judaísmo que se practica. Explica que, como no hay una comunidad ortodoxa preponderante, salvo ciertos ancianos refugiados de la Segunda Guerra Mundial y procedentes de Europa Oriental, la tensión se maneja más bien entre judíos conservadores y menos conservadores. Así, los rituales se rigen más bien bajo una óptica más tradicional y conservadora, mientras que se han incluido actividades más innovadoras para el sector joven, como la organización de campeonatos de fútbol u otros deportes. Las chicas, por su parte, también cultivan danzas tradicionales judías.
Pese a que la comunidad puede sostener el enorme edificio que tiene por sí misma, los nexos con Israel no son pocos. Existe un contacto directo con la Embajada, además de las múltiples organizaciones de voluntarios -como la Wizo: Women´s International Zionist Organization- que mantienen todo tipo de relaciones con el país de Oriente. De hecho, en muchas de las fiestas judías, la presencia del embajador es constante y una costumbre. La comunidad, por este medio, trata también de mantener algunas iniciativas caritativas con segmentos de la población ecuatoriana no-judía. Israel ayuda al país con oportunidades de capacitación profesional o becas académicas, mientras que la comunidad suele reunir fondos para organizaciones benéficas.
Cuando habla de sí mismo, el Rabino Mlynski parece no interesarse demasiado. Descendiente de una familia de emigrantes polacos a la Argentina, Alejandro Mlynski se graduó en el Seminario Rabínico Latinoamericano "Marshall T. Meyer" y pasó algunas temporadas en Israel. Está casado y tiene dos hijas. Cuenta que el estudio en el seminario fue duro y largo, y la preparación para hacerse rabino no exenta de dificultades. Está orgulloso de manejar el hebreo fluidamente –en su despacho los libros parecen dar fe de aquello-. Dice que la fe judía más que una religión en un pacto entre Dios y el hombre, y que respeta las demás maneras de entender la religión –entre ortodoxos, seculares, jasídicos, por ejemplo-, pero que él ha optado por la manera más sana de vivir y más cercana con Dios.
Ha pasado ya un buen tiempo desde el inicio de la entrevista.
-¿Qué piensa de los territorios dados a la población palestina? –le pregunto.
-Mirá: si quieren, que se los den –me responde, lacónico.
La entrevista se acaba.
Ver:
Kreuter, María Louise: ¿Dónde queda el Ecuador? Quito, Abya-Yala, 1987.
Said, Gabriel: Los antropólogos: dueños de la cultura. En: Letras Libres. Abril 2007.
(Esta entrevista fue realizada hace dos años)
La entrevista que se realizó y que se presenta a continuación fue hecha al Rabino Alejandro Mlynski, líder espiritual de la Comunidad Judía del Ecuador. En lo que sigue, se intentará recrear el contenido del diálogo que fue sostenido entre el entrevistador y el entrevistado. Como se podría advertir, resulta complejo –si no imposible- omitir el entorno en que ésta fue realizada y su repercusión directa para las cosas que fueron dichas –y de las que se prefirió no hablar. Aún así, se ha intentado poner la mayor cantidad de atención no solo en el Rabino como persona, sino en el conjunto de significaciones alrededor de esta persona, y la importancia que su presencia reviste para la comunidad hebraica, que lo guarda celosamente como depositario de su identidad y su poder simbólico. Es gratificante utilizar la entrevista no solo como género periodístico, sino también como una posibilidad a través de la cual se puede generar un texto que, dependiendo de su uso y valoración, puede servir como memoria y pista acerca de una época, una manera de pensar o un conjunto de personas. Una subjetividad y un aporte al conocimiento, en fin. En contraste con la etnografía, en la que el investigador debe afrontarse con el eventual error epistemológico de lidiar con la cultura como un todo –la sola palabra, como menciona Gabriel Zaid, es ya un despropósito-, y de intentar plasmarla a partir de una narración que más tiende a ser ficción –a pesar de los sendos manuales escritos para guardar el rigor o la distancia-, la entrevista es mucho más modesta, y por eso acaso más efectiva. Una persona se relaciona con otra persona, y en el diálogo presente en ese encuentro se genera la noción de una mutua transferencia de conocimiento, en la que nunca se deja atrás la subjetividad y los distintos grados de tensión entre ambas partes, sino que se incorporan y reescriben el grado de la entrevista misma. Es desde ahí que reside su mayor potencial: en el abrazo sin miramientos a la subjetividad que también recubre las ciencias sociales. La entrevista, el testimonio, la memoria, nunca termina por decir la verdad, pero fragmentariamente la reconstruye, como si ésta fuera hecha no solo del bloque del imaginario social, sino también de la suma de diversas opiniones de personas que mantienen, durante un período limitado de tiempo, una relación más o menos cercana con el entrevistador o el investigador social.
El nuevo edificio central de la comunidad judía de Quito se levantó hace alrededor de una década en un barrio apacible al norte de la ciudad, dos cuadras abajo de donde funciona el colegio Albert Einstein, dirigido y administrado por ésta. Si uno toma la vía principal –una autopista que conecta a Quito con los barrios periféricos del norte y las ciudades siguientes- el colegio Einstein aparece a un costado de ésta como una especie de fortín edificado con ladrillo visto, cercas, rejas, alambres, cámaras y puestos de vigilancia armada dispuestos alrededor de la manzana y media que ocupa. Los vehículos están estacionados de manera que su motor quede lo más lejos posible de las instalaciones; el filtro de seguridad vale igual tanto para profesores, alumnos y visitantes como para la seguridad misma que se encarga de monitorearlo y que periódicamente se releva. El circuito cerrado de cámaras abarca las amplias canchas de fútbol, el coliseo, el kindergarten, las oficinas de los docentes, el despacho académico y las áreas de tránsito. Desde luego, también las aulas. Durante la jornada de trabajo y estudios, que empieza desde cerca de las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, hay un número determinado de hombres que caminan por los edificios, pasillos, canchas y alrededor de las clases del colegio. Cuando los chicos se van, los buses que los llevan a sus casas cumplen una inspección de seguridad rutinaria, que incluye la inserción de un listón, que no es otra cosa que un complejo mecanismo de espejos y detectores de explosivos. Del mismo modo con los vehículos de los profesores, administradores o dirigentes. La entrada peatonal funciona de manera similar: después de que la autorización le es dada al guardia de seguridad desde una instancia central dentro de las instalaciones, el visitante debe pasar por la comprobación de su identidad, un cateo corporal detallado y órdenes precisas de no desviarse del punto hacia donde se dirige.
Si la descripción hecha arriba parece exagerada para un colegio, el mecanismo con que opera el edificio de la Comunidad Judía Ecuatoriana es bastante más espinoso. Ubicado dos o tres calles más abajo que el Colegio Einstein, paralelo a la avenida que va al Norte, el edificio es una construcción monumental casi toda blanca, que debe reflejar a la noche varios kilómetros a la redonda, con el juego de luces que se despiertan desde las seis de la tarde. La pequeña calle a la que se orilla el centro está erigida sobre todo por condominios acomodados y terrenos con árboles boscosos. Por lo general, en las noches de Minian o en Kabalat Shabat, guardias privados bloquean el libre acceso de la callecita y permiten solamente el tráfico de vehículos que ingresan al centro comunitario o a casas particulares. Una vez allí, el acceso particular o de vehículos es largo y, como poco, complicado. Una vez más, el cateo personal, la inspección de los vehículos y el interrogatorio. Además, cualquier persona ajena a la comunidad (trabajadores o, como en este caso, entrevistadores), no puede llevar ninguna de sus pertenencias que no sean de total indispensabilidad. En este caso, una pequeña grabadora con un micrófono, un bolígrafo y un cuaderno de notas.
Para la última vez que este extraño estuvo aquí, el ambiente luce bastante más sosegado. Los viernes por la tarde, para darle la bienvenida al Shabat, se genera un pequeño ajetreo de vehículos lujosos y hombres armados.
El auto del entrevistador no puede quedarse en la vereda inmediata a la de la Comunidad, por lo que debe esperar a dos cuadras del edificio. Esto causa un incidente con el personal de seguridad, que esta vez no parece ya local. Dos o tres hombres de acento argentino, y uno israelí, dan vueltas alrededor de un pequeño hombre, de edad mediana, que se acerca hacia quien le va a entrevistar. El incidente ha ocasionado que él salga de su oficina y se acerque a la puerta misma.
-Hola –me dice. –Soy el rabino.
En el camino hacia donde se encuentra su despacho (un trayecto mediterráneo con flores a los lados y el piso de mármol) el hombre que se presentó como el Rabino me explica que las normas de seguridad son parte de la vida de la mayoría de comunidades judías, y que son dispuestas por él mismo, por lo que el incidente no le ha causado la menor gracia. Trata de interceder por los hombres de modales toscos, advirtiendo que ellos solamente siguen órdenes.
El despacho es un edificio amplio al lado de la sinagoga, todo blanco, con un hall de recepción lo suficientemente grande como para alojar a 50 personas. La oficina personal está en el segundo piso, por lo que subimos a un ascensor espacioso, y nos dirigimos allá. Antes de salir de éste, el rabino abre una caja y estira una suerte de donut. No, más bien parece un berliner.
-¿Querés? –me pregunta.
Sabe a todos los dulces del mundo juntos. Azúcar espolvoreada, mermelada de mora y masa dulce. Nada que ver con la Leikah europeo-oriental o el strudel más bien alemán.
-Me llamo Alejandro Mlynski –me dice con una voz suave. –M-L-Y-N-S-K-I. Podés grabar, si querés, o tomar notas, me da igual. Eso sí, quiero saber qué me vas a preguntar.
No hay demasiado interés en saber la posición de la comunidad con respecto a temas cuyas opiniones pueden suscitar polémica, como el caso Israel Palestina. Mejor, la vida de la comunidad, la historia, pero sobre todo la procedencia, la formación, las ideas y las funciones que mantiene el único rabino de la Comunidad Judía del Ecuador.
Ahora sentado, Alejandro Mlynski parece aún más pequeño, delgado y frágil. Su cuerpo de seguridad ha dejado de seguirle. No mide más de 1,65 metros, tiene ya algunas señales de pelo cano, recortado cuidadosamente, los ojos claros, la piel blanca y una kipá negra sobre su cabeza. Su oficina está llena de libros en hebreo, inglés y español, muchos de ellos de fotos de Israel. Su despacho tiene dos filas de papeles organizados a cada lado. Sus manos, con uno de sus dedos portando un anillo de oro, están asentadas sobre el vidrio de la mesa.
Y comienza a hablar.
-¿Ese aparatito graba todo? ¿Con ese micrófono? Vaya…
Es notable cómo un hombre, en apariencia tan débil o vulnerable, puede ser la guía espiritual de una comunidad que, aunque se va constantemente reduciendo por la muerte de sus miembros y la tendencia a no quedarse de los más jóvenes (por lo general, como explicaría el Rabino más tarde, tienen como destinos los Estados Unidos e Israel, países a los que acuden en primer lugar con la intención de estudiar o de cumplir con el servicio militar obligatorio para los ciudadanos israelíes y moralmente ineludible para muchos estratos dentro de la comunidad hebraica, pero luego deciden quedarse), aún mantiene viva la memoria de una llegada accidentada a un país prácticamente desconocido y, en muchas aristas, “salvaje” o “primario” (Kreuter) para muchas personas desenvueltas en la primavera europea de las primeras décadas del siglo XX y en el florecimiento de sus ciudades más notables, como Berlín, Toulouse o Milán.
El Rabino Mlynski no tiene mucho tiempo de haber llegado al Ecuador. Pese a eso, conoce al detalle la dinámica de formación de la comunidad judía en este país, que en su punto más alto –alrededor de los años 50- alcanzó a tener más de 5000 miembros. Hoy en día cuenta solamente con 600 –y decreciendo. Explica que para que esta tendencia se revierta se han iniciado varias iniciativas, que ponen en contacto a jóvenes judíos de otros países con los locales, y los invitan a quedarse un tiempo en el país mediante una serie de incentivos. De hecho, hace no mucho, un miembro de la comunidad Chabad-Lubavitch se asentó en el Ecuador. Este grupo tiene como objetivo recoger algunas costumbres judías, sobre todo en el sector secular, e invitar a la gente que forma parte de él a retomarlas. Así, la tradición judía más conservadora –y en algunos casos ortodoxa y sionista- puede permanecer.
Un punto importante en este afán, indica el Rabino, es la educación. El colegio Einstein, tanto a jóvenes judíos como a no-judíos, obliga a tomar asignaturas de historia y cultura judías. Del mismo modo, por las tardes se organizan clases de hebreo desde la edad más temprana, y pequeñas células sionistas de jóvenes que recién entran en la adolescencia se organizan. Los mentores, a su vez, son chicos de mayor edad, que desde temprano empiezan ya a tomar responsabilidades en los puestos de la comunidad. En medio de todo esto, la comunidad se preocupa por organizar viajes hacia el país adonde miran –o deberían mirar- los ojos de todos los judíos: Israel. Cada verano, la comunidad intenta poner en marcha un grupo considerable de chicos que viajen a los kibbutzim o que, al menos, se integren en los varios campamentos judíos que hay en Latinoamérica, Canadá y Estados Unidos para jóvenes.
El éxito económico que han tenido muchos miembros de la comunidad ha permitido que sus hijos, después de terminar el colegio, se marchen a otros países a continuar su vida universitaria. Al respecto, el Rabino señala que muchos de ellos vuelven con parejas, si lo hacen. En ese caso, siempre es deseable, según él, que los compañeros de ellos sean también judíos.
Si no –dice el rabino, -aquí organizamos cursos de alrededor de un año para que las parejas de los chicos puedan convertirse al judaísmo.
Una de las inquietudes para cualquier persona que conoce medianamente cómo funciona el mundo judío es la de preguntarse la manera en que se organiza una comunidad pequeña para reunir a ortodoxos, seculares y conservadores, que suelen, por lo general, ser ramas bastante diversas de entender y practicar el judaísmo. Eso sin mencionar la tajante división entre sefardíes y ashkenazies, muy a menudo regidos por códigos religiosos distintos. El Rabino opina al respecto que se ha intentado hacer un conjunto de cultos lo más tolerante posible con todos los tipos de judaísmo que se practica. Explica que, como no hay una comunidad ortodoxa preponderante, salvo ciertos ancianos refugiados de la Segunda Guerra Mundial y procedentes de Europa Oriental, la tensión se maneja más bien entre judíos conservadores y menos conservadores. Así, los rituales se rigen más bien bajo una óptica más tradicional y conservadora, mientras que se han incluido actividades más innovadoras para el sector joven, como la organización de campeonatos de fútbol u otros deportes. Las chicas, por su parte, también cultivan danzas tradicionales judías.
Pese a que la comunidad puede sostener el enorme edificio que tiene por sí misma, los nexos con Israel no son pocos. Existe un contacto directo con la Embajada, además de las múltiples organizaciones de voluntarios -como la Wizo: Women´s International Zionist Organization- que mantienen todo tipo de relaciones con el país de Oriente. De hecho, en muchas de las fiestas judías, la presencia del embajador es constante y una costumbre. La comunidad, por este medio, trata también de mantener algunas iniciativas caritativas con segmentos de la población ecuatoriana no-judía. Israel ayuda al país con oportunidades de capacitación profesional o becas académicas, mientras que la comunidad suele reunir fondos para organizaciones benéficas.
Cuando habla de sí mismo, el Rabino Mlynski parece no interesarse demasiado. Descendiente de una familia de emigrantes polacos a la Argentina, Alejandro Mlynski se graduó en el Seminario Rabínico Latinoamericano "Marshall T. Meyer" y pasó algunas temporadas en Israel. Está casado y tiene dos hijas. Cuenta que el estudio en el seminario fue duro y largo, y la preparación para hacerse rabino no exenta de dificultades. Está orgulloso de manejar el hebreo fluidamente –en su despacho los libros parecen dar fe de aquello-. Dice que la fe judía más que una religión en un pacto entre Dios y el hombre, y que respeta las demás maneras de entender la religión –entre ortodoxos, seculares, jasídicos, por ejemplo-, pero que él ha optado por la manera más sana de vivir y más cercana con Dios.
Ha pasado ya un buen tiempo desde el inicio de la entrevista.
-¿Qué piensa de los territorios dados a la población palestina? –le pregunto.
-Mirá: si quieren, que se los den –me responde, lacónico.
La entrevista se acaba.
Ver:
Kreuter, María Louise: ¿Dónde queda el Ecuador? Quito, Abya-Yala, 1987.
Said, Gabriel: Los antropólogos: dueños de la cultura. En: Letras Libres. Abril 2007.
(Esta entrevista fue realizada hace dos años)
