Monday, April 28, 2008

Hijos de Moisés

Entrevista con el Rabino de la Comunidad Judía, Alejandro Mlynski
La entrevista que se realizó y que se presenta a continuación fue hecha al Rabino Alejandro Mlynski, líder espiritual de la Comunidad Judía del Ecuador. En lo que sigue, se intentará recrear el contenido del diálogo que fue sostenido entre el entrevistador y el entrevistado. Como se podría advertir, resulta complejo –si no imposible- omitir el entorno en que ésta fue realizada y su repercusión directa para las cosas que fueron dichas –y de las que se prefirió no hablar. Aún así, se ha intentado poner la mayor cantidad de atención no solo en el Rabino como persona, sino en el conjunto de significaciones alrededor de esta persona, y la importancia que su presencia reviste para la comunidad hebraica, que lo guarda celosamente como depositario de su identidad y su poder simbólico. Es gratificante utilizar la entrevista no solo como género periodístico, sino también como una posibilidad a través de la cual se puede generar un texto que, dependiendo de su uso y valoración, puede servir como memoria y pista acerca de una época, una manera de pensar o un conjunto de personas. Una subjetividad y un aporte al conocimiento, en fin. En contraste con la etnografía, en la que el investigador debe afrontarse con el eventual error epistemológico de lidiar con la cultura como un todo –la sola palabra, como menciona Gabriel Zaid, es ya un despropósito-, y de intentar plasmarla a partir de una narración que más tiende a ser ficción –a pesar de los sendos manuales escritos para guardar el rigor o la distancia-, la entrevista es mucho más modesta, y por eso acaso más efectiva. Una persona se relaciona con otra persona, y en el diálogo presente en ese encuentro se genera la noción de una mutua transferencia de conocimiento, en la que nunca se deja atrás la subjetividad y los distintos grados de tensión entre ambas partes, sino que se incorporan y reescriben el grado de la entrevista misma. Es desde ahí que reside su mayor potencial: en el abrazo sin miramientos a la subjetividad que también recubre las ciencias sociales. La entrevista, el testimonio, la memoria, nunca termina por decir la verdad, pero fragmentariamente la reconstruye, como si ésta fuera hecha no solo del bloque del imaginario social, sino también de la suma de diversas opiniones de personas que mantienen, durante un período limitado de tiempo, una relación más o menos cercana con el entrevistador o el investigador social.


El nuevo edificio central de la comunidad judía de Quito se levantó hace alrededor de una década en un barrio apacible al norte de la ciudad, dos cuadras abajo de donde funciona el colegio Albert Einstein, dirigido y administrado por ésta. Si uno toma la vía principal –una autopista que conecta a Quito con los barrios periféricos del norte y las ciudades siguientes- el colegio Einstein aparece a un costado de ésta como una especie de fortín edificado con ladrillo visto, cercas, rejas, alambres, cámaras y puestos de vigilancia armada dispuestos alrededor de la manzana y media que ocupa. Los vehículos están estacionados de manera que su motor quede lo más lejos posible de las instalaciones; el filtro de seguridad vale igual tanto para profesores, alumnos y visitantes como para la seguridad misma que se encarga de monitorearlo y que periódicamente se releva. El circuito cerrado de cámaras abarca las amplias canchas de fútbol, el coliseo, el kindergarten, las oficinas de los docentes, el despacho académico y las áreas de tránsito. Desde luego, también las aulas. Durante la jornada de trabajo y estudios, que empieza desde cerca de las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, hay un número determinado de hombres que caminan por los edificios, pasillos, canchas y alrededor de las clases del colegio. Cuando los chicos se van, los buses que los llevan a sus casas cumplen una inspección de seguridad rutinaria, que incluye la inserción de un listón, que no es otra cosa que un complejo mecanismo de espejos y detectores de explosivos. Del mismo modo con los vehículos de los profesores, administradores o dirigentes. La entrada peatonal funciona de manera similar: después de que la autorización le es dada al guardia de seguridad desde una instancia central dentro de las instalaciones, el visitante debe pasar por la comprobación de su identidad, un cateo corporal detallado y órdenes precisas de no desviarse del punto hacia donde se dirige.
Si la descripción hecha arriba parece exagerada para un colegio, el mecanismo con que opera el edificio de la Comunidad Judía Ecuatoriana es bastante más espinoso. Ubicado dos o tres calles más abajo que el Colegio Einstein, paralelo a la avenida que va al Norte, el edificio es una construcción monumental casi toda blanca, que debe reflejar a la noche varios kilómetros a la redonda, con el juego de luces que se despiertan desde las seis de la tarde. La pequeña calle a la que se orilla el centro está erigida sobre todo por condominios acomodados y terrenos con árboles boscosos. Por lo general, en las noches de Minian o en Kabalat Shabat, guardias privados bloquean el libre acceso de la callecita y permiten solamente el tráfico de vehículos que ingresan al centro comunitario o a casas particulares. Una vez allí, el acceso particular o de vehículos es largo y, como poco, complicado. Una vez más, el cateo personal, la inspección de los vehículos y el interrogatorio. Además, cualquier persona ajena a la comunidad (trabajadores o, como en este caso, entrevistadores), no puede llevar ninguna de sus pertenencias que no sean de total indispensabilidad. En este caso, una pequeña grabadora con un micrófono, un bolígrafo y un cuaderno de notas.
Para la última vez que este extraño estuvo aquí, el ambiente luce bastante más sosegado. Los viernes por la tarde, para darle la bienvenida al Shabat, se genera un pequeño ajetreo de vehículos lujosos y hombres armados.
El auto del entrevistador no puede quedarse en la vereda inmediata a la de la Comunidad, por lo que debe esperar a dos cuadras del edificio. Esto causa un incidente con el personal de seguridad, que esta vez no parece ya local. Dos o tres hombres de acento argentino, y uno israelí, dan vueltas alrededor de un pequeño hombre, de edad mediana, que se acerca hacia quien le va a entrevistar. El incidente ha ocasionado que él salga de su oficina y se acerque a la puerta misma.

-Hola –me dice. –Soy el rabino.

En el camino hacia donde se encuentra su despacho (un trayecto mediterráneo con flores a los lados y el piso de mármol) el hombre que se presentó como el Rabino me explica que las normas de seguridad son parte de la vida de la mayoría de comunidades judías, y que son dispuestas por él mismo, por lo que el incidente no le ha causado la menor gracia. Trata de interceder por los hombres de modales toscos, advirtiendo que ellos solamente siguen órdenes.
El despacho es un edificio amplio al lado de la sinagoga, todo blanco, con un hall de recepción lo suficientemente grande como para alojar a 50 personas. La oficina personal está en el segundo piso, por lo que subimos a un ascensor espacioso, y nos dirigimos allá. Antes de salir de éste, el rabino abre una caja y estira una suerte de donut. No, más bien parece un berliner.

-¿Querés? –me pregunta.

Sabe a todos los dulces del mundo juntos. Azúcar espolvoreada, mermelada de mora y masa dulce. Nada que ver con la Leikah europeo-oriental o el strudel más bien alemán.

-Me llamo Alejandro Mlynski –me dice con una voz suave. –M-L-Y-N-S-K-I. Podés grabar, si querés, o tomar notas, me da igual. Eso sí, quiero saber qué me vas a preguntar.

No hay demasiado interés en saber la posición de la comunidad con respecto a temas cuyas opiniones pueden suscitar polémica, como el caso Israel Palestina. Mejor, la vida de la comunidad, la historia, pero sobre todo la procedencia, la formación, las ideas y las funciones que mantiene el único rabino de la Comunidad Judía del Ecuador.
Ahora sentado, Alejandro Mlynski parece aún más pequeño, delgado y frágil. Su cuerpo de seguridad ha dejado de seguirle. No mide más de 1,65 metros, tiene ya algunas señales de pelo cano, recortado cuidadosamente, los ojos claros, la piel blanca y una kipá negra sobre su cabeza. Su oficina está llena de libros en hebreo, inglés y español, muchos de ellos de fotos de Israel. Su despacho tiene dos filas de papeles organizados a cada lado. Sus manos, con uno de sus dedos portando un anillo de oro, están asentadas sobre el vidrio de la mesa.
Y comienza a hablar.

-¿Ese aparatito graba todo? ¿Con ese micrófono? Vaya…

Es notable cómo un hombre, en apariencia tan débil o vulnerable, puede ser la guía espiritual de una comunidad que, aunque se va constantemente reduciendo por la muerte de sus miembros y la tendencia a no quedarse de los más jóvenes (por lo general, como explicaría el Rabino más tarde, tienen como destinos los Estados Unidos e Israel, países a los que acuden en primer lugar con la intención de estudiar o de cumplir con el servicio militar obligatorio para los ciudadanos israelíes y moralmente ineludible para muchos estratos dentro de la comunidad hebraica, pero luego deciden quedarse), aún mantiene viva la memoria de una llegada accidentada a un país prácticamente desconocido y, en muchas aristas, “salvaje” o “primario” (Kreuter) para muchas personas desenvueltas en la primavera europea de las primeras décadas del siglo XX y en el florecimiento de sus ciudades más notables, como Berlín, Toulouse o Milán.
El Rabino Mlynski no tiene mucho tiempo de haber llegado al Ecuador. Pese a eso, conoce al detalle la dinámica de formación de la comunidad judía en este país, que en su punto más alto –alrededor de los años 50- alcanzó a tener más de 5000 miembros. Hoy en día cuenta solamente con 600 –y decreciendo. Explica que para que esta tendencia se revierta se han iniciado varias iniciativas, que ponen en contacto a jóvenes judíos de otros países con los locales, y los invitan a quedarse un tiempo en el país mediante una serie de incentivos. De hecho, hace no mucho, un miembro de la comunidad Chabad-Lubavitch se asentó en el Ecuador. Este grupo tiene como objetivo recoger algunas costumbres judías, sobre todo en el sector secular, e invitar a la gente que forma parte de él a retomarlas. Así, la tradición judía más conservadora –y en algunos casos ortodoxa y sionista- puede permanecer.
Un punto importante en este afán, indica el Rabino, es la educación. El colegio Einstein, tanto a jóvenes judíos como a no-judíos, obliga a tomar asignaturas de historia y cultura judías. Del mismo modo, por las tardes se organizan clases de hebreo desde la edad más temprana, y pequeñas células sionistas de jóvenes que recién entran en la adolescencia se organizan. Los mentores, a su vez, son chicos de mayor edad, que desde temprano empiezan ya a tomar responsabilidades en los puestos de la comunidad. En medio de todo esto, la comunidad se preocupa por organizar viajes hacia el país adonde miran –o deberían mirar- los ojos de todos los judíos: Israel. Cada verano, la comunidad intenta poner en marcha un grupo considerable de chicos que viajen a los kibbutzim o que, al menos, se integren en los varios campamentos judíos que hay en Latinoamérica, Canadá y Estados Unidos para jóvenes.
El éxito económico que han tenido muchos miembros de la comunidad ha permitido que sus hijos, después de terminar el colegio, se marchen a otros países a continuar su vida universitaria. Al respecto, el Rabino señala que muchos de ellos vuelven con parejas, si lo hacen. En ese caso, siempre es deseable, según él, que los compañeros de ellos sean también judíos.

Si no –dice el rabino, -aquí organizamos cursos de alrededor de un año para que las parejas de los chicos puedan convertirse al judaísmo.

Una de las inquietudes para cualquier persona que conoce medianamente cómo funciona el mundo judío es la de preguntarse la manera en que se organiza una comunidad pequeña para reunir a ortodoxos, seculares y conservadores, que suelen, por lo general, ser ramas bastante diversas de entender y practicar el judaísmo. Eso sin mencionar la tajante división entre sefardíes y ashkenazies, muy a menudo regidos por códigos religiosos distintos. El Rabino opina al respecto que se ha intentado hacer un conjunto de cultos lo más tolerante posible con todos los tipos de judaísmo que se practica. Explica que, como no hay una comunidad ortodoxa preponderante, salvo ciertos ancianos refugiados de la Segunda Guerra Mundial y procedentes de Europa Oriental, la tensión se maneja más bien entre judíos conservadores y menos conservadores. Así, los rituales se rigen más bien bajo una óptica más tradicional y conservadora, mientras que se han incluido actividades más innovadoras para el sector joven, como la organización de campeonatos de fútbol u otros deportes. Las chicas, por su parte, también cultivan danzas tradicionales judías.
Pese a que la comunidad puede sostener el enorme edificio que tiene por sí misma, los nexos con Israel no son pocos. Existe un contacto directo con la Embajada, además de las múltiples organizaciones de voluntarios -como la Wizo: Women´s International Zionist Organization- que mantienen todo tipo de relaciones con el país de Oriente. De hecho, en muchas de las fiestas judías, la presencia del embajador es constante y una costumbre. La comunidad, por este medio, trata también de mantener algunas iniciativas caritativas con segmentos de la población ecuatoriana no-judía. Israel ayuda al país con oportunidades de capacitación profesional o becas académicas, mientras que la comunidad suele reunir fondos para organizaciones benéficas.
Cuando habla de sí mismo, el Rabino Mlynski parece no interesarse demasiado. Descendiente de una familia de emigrantes polacos a la Argentina, Alejandro Mlynski se graduó en el Seminario Rabínico Latinoamericano "Marshall T. Meyer" y pasó algunas temporadas en Israel. Está casado y tiene dos hijas. Cuenta que el estudio en el seminario fue duro y largo, y la preparación para hacerse rabino no exenta de dificultades. Está orgulloso de manejar el hebreo fluidamente –en su despacho los libros parecen dar fe de aquello-. Dice que la fe judía más que una religión en un pacto entre Dios y el hombre, y que respeta las demás maneras de entender la religión –entre ortodoxos, seculares, jasídicos, por ejemplo-, pero que él ha optado por la manera más sana de vivir y más cercana con Dios.
Ha pasado ya un buen tiempo desde el inicio de la entrevista.

-¿Qué piensa de los territorios dados a la población palestina? –le pregunto.
-Mirá: si quieren, que se los den –me responde, lacónico.

La entrevista se acaba.


Ver:
Kreuter, María Louise: ¿Dónde queda el Ecuador? Quito, Abya-Yala, 1987.
Said, Gabriel: Los antropólogos: dueños de la cultura. En: Letras Libres. Abril 2007.

(Esta entrevista fue realizada hace dos años)

Monday, April 07, 2008

La calle como texto

La calle como texto


Manuel Delgado: Sociedades movedizas: Pasos hacia una antropología de las calles. Barcelona: Anagrama, 2007.


Michel de Certau señalaba que la calle se constituye como relato y como narración personal a través de las infinitas posibilidades de recorrido que tiene el viandante quien, con sus pasos, construye un paisaje ensamblado de observaciones, pausas, descansos, prisas, veredas transitadas y espacios dejados en blanco por su ausencia en ellos. La calle, pues, como artificio de referencia, como circuito a partir del cual se funda la posibilidad de millones de relatos posibles, de lugares y miradas desde donde verse y ver al otro.
En Sociedades movedizas (Anagrama, 2007), Manuel Delgado, antropólogo y profesor de la Universitat de Barcelona, continúa con la línea de su texto anterior, El animal público, y ciertamente con la de De Certau. La mirada de Delgado, sin embargo, abandona el amplio terreno del espacio público, metáfora y objeto de la mirada antropológica, social, literaria y política, e intenta concentrarse en los múltiples mecanismos de funcionamiento de la calle, entendida ésta siempre como un complejo contorno de significaciones, códigos y tácitos y casi imperceptibles acuerdos entre quienes la transitan y, con su presencia, la edifican.
El análisis que el autor va tejiendo en los seis ensayos que conforman Sociedades movedizas muestra a la calle como un vívido ejemplo del nerviosismo y la inestabilidad de lo urbano, aquello que, según Delgado, se
inscribe menos en habitar un espacio determinado que en un modo de ser en aquel espacio, en entramar millones de microrrelaciones con gente apenas conocida o desconocida del todo, y con un manejo particular del tiempo, que parece sincoparse con la multiplicación de personas que habitan la ciudad. La calle se presta entonces para la reflexión sobre el adentro y el afuera, lo público y lo privado, lo teatral, lo simbólico:

Tenemos por tanto que el grueso de esa vida social de y en la calle lo protagonizan personas que se conocen relativamente o que no se conocen en absoluto y que entienden que el exterior urbano es el ámbito de una existencia ajena o incluso contraria a lo que hemos visto que se presumen reductos de verdad personal y de autenticidad: el hogar y las otras reservas naturales en los que la vieja fraternidad se supone que sobrevive (128-129).

La experiencia de la ciudad, y por lo tanto de las calles, señala Delgado, es una experiencia necesariamente inestable, trémula. Al intentar planificar la vida urbana sobre el concreto diseñado, los esfuerzos de los urbanistas por solidificar una sociedad que llega a su plenitud en el movimiento mismo, son siempre vanos. La “escritura automática de lo social” (43) es la constatación de la improvisación y de lo impredecible. No es que no se puedan detectar en los pasos de las masas varios patrones o corrientes; es, más bien, que resulta invariablemente necesaria la certeza de que habrá un margen en lo planificado, una arista de comportamientos –de recorridos, en la calle- que se desborde de la media y su desviación esperada.
Delgado, afortunadamente, prescinde del rigor y el método de una sola disciplina. A la manera de Isaac Joseph, a quien evoca en su prosa y en esa virtud por indagarse sobre las mínimas reglas que logran que la calle funcione gracias a una suerte de minúsculos sobreentendidos que trabajan como un mecanismo de relojería, el autor se vale de digresiones, alusiones literarias, cinematográficas, históricas o de simples anécdotas de Barcelona, la ciudad desde donde está escrito el libro, para lograr que el conjunto de sus ensayos posean un continuum cultural vasto e imperfecto, parcial y asimétrico, que son las características más notables de la formación de la subjetividad de la disciplina de Montaigne. Todo viaje es filosófico, dice Delgado, y se remonta a Joyce y al Ulises que encuentra su historia no en el fin, en el llegar, sino en el entramado mismo de su peregrinaje a casa. Camina por París y evoca en sus calles la memoria de las películas de Resnais y Fellini. Es estupendo el fragmento en el que, para escenificar la experiencia del adentro y el afuera, el autor parte de una concepción de Arendt sobre los espacios y termina convocando un pequeño y poco leído relato de Franz Kafka, en el que se percibe el contraste de las dos atmósferas.
Allí es donde aparece el mejor Delgado: en la suma de la narración de su propio ensayo, en la intensiva construcción de su propia subjetividad, la que
es alimentada con textos de Musil y Proust, con películas de Rossellini y Bergman, y que permanece aquí como en sus otros textos El animal público; Ciudad líquida, ciudad interrumpida; o Disoluciones urbanas. Deja de estarlo, en las innecesarias repeticiones de la idea del afuera, lo público y lo urbano. Al texto le falta la organización que debería tener un solo ensayo de largo aliento, y bajo cuya forma le es presentado al lector. Las seis piezas que lo constituyen, escritas en diferentes circunstancias y tiempos, pese a haber sido editadas por el autor, generan revisiones conceptuales que se habían mencionado anteriormente o sobre las cuales se había tendido un puente teórico lo suficientemente prolongado como para retomarlo súbitamente en otro punto del libro. Atención especial merece el capítulo 8, titulado La mujer de la calle, en el que Delgado intenta poetizar la figura femenina dentro del entorno de la calle, lo urbano y la memoria. El ensayo fue escrito a fines de 2000 como parte de una invitación del Centro de Estudios de Género de la Universidad de Guadalajara, y el lector no puede evitar sentir la presencia de ciertas páginas más bien complacientes y que no aportan demasiado en el debate sobre género y ciudad. La incursión de Delgado en la discusión de género es más bien débil y cargada de frases más panfletarias que interesantes.
Aún así, Ciudades movedizas es un texto cuya lectura es, de sobra, gratificante. La posibilidad de hacer antropología de las calles, como indica Delgado, está aún por hacerse y él mismo añade la primera piedra angular a este espacio sin explorar de los estudios urbanos. La mirada nostálgica, de un pasado que, como en el epígrafe del libro, despide un aliento de la calle como el de un lugar situado en la memoria de quienes de ella se apropiaban y poco a poco observan cómo se aparta de sus formas y usos originarios, es la herramienta perfecta para el escritor que escarba en sus recuerdos los vestigios de imágenes, palabras y fotografías, y con la excusa de generar una disciplina, genera un lenguaje, una narración.